miércoles, 30 de septiembre de 2009

La causa

Este texto lo leí en unas Jornadas de Filosofía política, no tengo la menor idea si alguien lo entendió (nadie me hizo una seña), pues con la prudencia en exceso nunca se sabe. Pasa también que su tradición es esquiva y su historia reciente (de recienvenido). Véase si se puede hacer el intento ahora o más tarde.

Entre prudencia y exceso: una voz (en)causa lo político[1]


Hablar sobre el exceso requiere de cierta prudencia, del mismo modo –a interrogar aquí– que hablar acerca de la prudencia exige excederse un poco. Estos dos extremos se tocarán en algún punto del trayecto si decido extender al infinito (al modo que lo hacía Desargues con la recta, por ejemplo) con máxima prudencia todo aquello que puedo llegar a decir con un mínimo de exceso y, a la inversa, aquello que, no todo, se dice en un exceso mínimo con prudencia máxima. El cambio de posición hacia lo impersonal marca al pasar que insiste la disimetría en la inversión.
A partir de aquí se abrirá una vía de indagación sobre y desde la posición del intelectual ante los acontecimientos, ante lo que pasa, que como se verá u oirá es de la índole singular de una inter-posición (lo que en otros tiempos se llamaba “el compromiso del intelectual”).
El exceso me mueve a pensar, ignoro a priori en qué medida, acerca de la variedad de orientaciones respecto este tema: el juego posicional, digamos. Hay primero un giro auto-referencial. Me doy cuenta de eso y al paso me cuento en eso. Pero también hay cierta pérdida, segunda, en el movimiento mismo de volverse al no poder captar (se) todo lo que hay. En primer lugar porque no hay todo: la totalidad in-consiste. Esto es lo que llama a la prudencia; la cual tal como se escucha –es decir del mismo modo como se escucha– no está antes de pensar sino después de haber constatado y confrontado el límite que atraviesa al pensamiento mismo. Por eso lo segundo vuelve sobre lo primero y lo activa, en esta temporalidad extrañamente retroactiva del acto de pensar.
La función del límite es así lo que posibilita pensar el exceso por un lado y la falta por otro, no como si hubieran allí dos lados claramente definidos y diferenciados, o un exterior y un interior, sino como resonando uno por sobre la otra, falta y exceso, entrecruzándose allí sin poder encajar de una vez y para siempre. Retorna el tema de la disimetría: si bien hay pérdida por un lado y ganancia por otro de ningún modo hay compensación ni equilibrio, no es que el exceso venga a suplir la falta como si el sistema fuera un circuito perfectamente cerrado y el valor estuviera ya dado de antemano. Al tratarse de un sistema abierto –el que habla– no hay medida común ni proporción a priori, y la cifra resultará aquí de una apuesta de consecuencias impredecibles, pero de consecuencias, eso seguro.
Ello es lo que mueve a pensar, lo que (en) causa digamos, no así lo que orienta porque como dije antes es más bien (de) la índole de una pérdida (de) lo que se trata (lo que se cura): de dejarse perder, de perderse, de dejarse ganar para finalmente al fracasar haber triunfado; invirtiendo así la famosa fórmula de Freud sobre aquellos que “fracasan al triunfar”. Lo que causa entonces no es simplemente lo que falta, pues esa sería una interpretación limitada de la Cosa (de la cuestión), lo que causa es también lo que excede: ya demasiado cerca ya demasiado lejos, oscilando, de eso que se habla –decir a sí mismo sería, más que solipsista, redundante.

I.
Por lo tanto comenzaré con la prudencia que quizás le faltó a Carlos Marx, según insisten algunos, quienes recalcan que tal vez si no hubiese sido tan explícito, tan enfático sobre aquello que ocurriría en caso que la inexorable marcha de la Historia continuase; quizás, dicen, no hubiera avivado tanto a quienes de eso no tendrían que haber sabido nada. En fin, más allá de estas especulaciones, que quién sabe algo de verdad profieran, lo que me interesa indagar es si hoy –sí, Hoy– conviene o no responder a la clásica pregunta sobre ¿qué hay que hacer? ¿Si o no?
Me llamó la atención, por ejemplo, la precaución expresada por Dardo Scavino en un excelente artículo en el cual muestra cómo concibe la diferencia entre ideología y pensamiento crítico[2] –después de Althusser, y más cerca de Foucault y Badiou–. Trabajada pues la diferencia –que pasaré a comentar– llama a cierta prudencia, a cierta abstención por parte de la filosofía (y de los filósofos) con respecto a si debe o no responder a tal pregunta.
Scavino distingue dos concepciones filosóficas del sujeto moderno: la cartesiana y la galileana. Mientras la primera se apoya en la formulación de un meta-saber centrado en la conciencia reflexiva, es decir un saber sobre todo saber al que cuestiona en exterioridad; la segunda delimita un punto ciego al interior de determinado sistema de saber, un punto descentrado de éste, y al hacerlo produce un descubrimiento. La concepción cartesiana del sujeto se transfirió sin más (aunque con exceso evidente) a la articulación política en el discurso marxista (no necesariamente Marx), por lo tanto a las ideas de centralización en la burocracia partidaria, el papel del intelectual iluminado, etc. Ser fiel a una concepción galileana del sujeto implicaría otro proceder. En este sentido, el aporte original de Marx al pensamiento político sería, simplificando groseramente, la invención de un nombre para circunscribir el punto ciego de la economía capitalista: el proletariado. Parte sin parte o elemento supernumerario. Sin embargo, se pregunta Scavino (cursivas mías):

¿Cuáles serían las formas organizativas de un sujeto político post-cartesiano y post-leninista? Evidentemente, éste no es lugar adecuado para responder a semejante cuestión. Incluso me pregunto si no sería mejor que la filosofía se abstuviera de hacerlo[3].

¿Será acaso la posición del filósofo-político la misma que la del analista: abstención, neutralidad ante la nominación del deseo, ante la simultánea falta-exceso de un determinado sistema de saber-poder (inconsciente) que regula los intercambios y las posiciones?
Hay cierta atopía del intelectual; cuando piensa, por supuesto. Hay un no-saber donde colocarse y eso está bien, en principio, aunque quedarse en la incomodidad no basta, habría que inventar los modos de trasladarla a los otros también, sobre todo a quienes en la situación presente se los ve muy plácidos repitiendo (reproduciendo) mientras las cosas suceden en exceso. Las cosas se suceden: se suceden a sí mismas en series y causándose; se precipitan unas a otras, se atropellan, se accidentan, se matan y reproducen; y nos encontramos aquí ante la imposibilidad de contarlas adecuadamente, en el punto donde convergen la cuenta numérica (matemática) y la cuenta relato (retórica), nos encontramos aquí ante la «imposibilidad del pensar». Eso se constata, ¿pero basta con eso? No, por supuesto que no, por eso necesitamos decir y decimos algo, no-todo. No hay que menospreciar ese algo, eso se escribe, se pronuncia, habla, tiene su lógica y su efectividad, su forma de producir resonancias impensadas, no hay que subestimarlo. Llamarlo con prefijos negativos es parte de nuestra debilidad mental.
¿Subestimarlo o subestimarla? Me inclino por el género femenino, ya que se trata más bien de la voz. La voz de la razón que resuena desde siempre en voz baja ¿Será la voz de la rasonancia? En eso estamos, rondando, aproximando la cosa. La cosa política, por supuesto.

II.
Ahora bien, si sublimar es elevar el objeto a la dignidad de la cosa –como dice Lacan– ¿Qué objeto es el nuestro? ¿Cuál es el objeto causa del pensamiento? La rumiación puede ser infinita, podemos deslizarnos incesantemente sobre citas y más citas, fuentes y detalles ¿pero son los que importan en nuestra época? ¿Cómo dar con el infinito actual, no el espurio? Sobre estas preguntas rondo para dar el salto. Sé que hace falta en un momento dado, imprevisto, dar un salto. Inmediatamente algunos se apresuran a decir “salto de fe”, “interpelación” (Zizek dixit), pero se equivocan, no se trata de fe ni de esperanza. Se trata, al contrario, de agotamiento. Agotamiento del cogito que surge de encontrarse una y otra vez con la imposibilidad, atravesando la inconsistencia de lo dado, nada más y nada menos. Que luego haya otra cosa, ¿quién sabe? De seguro, eso sí, nadie puede garantizarlo (no hay Otro). Y sin embargo es necesario dar el salto, pasar, porque este sistema está agotado, caduco. Todas las representaciones (políticas, morales, teóricas) que se nos ofrecen son limitadas, pobres, reductivas. Entonces ¿hay que decir qué hacer? ¿Si o no?
¿Y si afirmarse en la disyunción fuera posible? ¿Si decir que sí, si afirmar, no fuera creerse uno? No-uno (menos aún) que sabe en todo lugar y momento, sino fuera de lugar aunque aquí y en el tiempo que se dispone para tomar la palabra. Es decir, seamos serios: en que uno se deja tomar por ella y, al hacerlo, se divide. Entonces ya no se trata de creerse ese personaje vagamente vigilado que llamamos Yo (como decía Lacan) ni tampoco algún otro trascendente que hablaría a través nuestro, sino del sujeto dividido en acto, dividido por el objeto evanescente que (lo) causa (al) decir. Aquí la palabra causa y, al tiempo, la palabra acusa. El salto hacia atrás, imperceptible casi, de la pequeña letra a, de una palabra a otra, afecta más que al mero sentido y su multiplicación incesante, afecta al que habla. De eso se trata el afecto: dejar(se) pasar, no sólo de expresar (catárticamente) ni de reprimir (neuróticamente). Es decir, encontrar modos económicos de circulación que no refieran a un único universal abstracto.


III.
Cualquiera puede pensar. Paradójicamente esta falta de restricciones, de prohibiciones, en el elemento puro del pensar es lo que se torna insostenible para algunos, y es lo que nos confronta a otros[4] con la imposibilidad radical del pensar. O lo que –en otro registro– es lo mismo: el núcleo irreductible del pensamiento, su objeto-causa. Es en extremo difícil sostener esta relación imposible con la causa, donde el objeto de la crítica es –o se torna– uno mismo, es decir, no tanto el in-significante yo –ya señalado– como el significante uno en su mismidad tautológica: la lógica del uno, de lo Mismo en el enlace donde el registro imaginario y el simbólico se imbrican generando sentido pero excluyendo –imbécilmente- lo real.
Pensar aquí –habrán notado– no es un acto prolijo y sistemático, no se trata de establecer correspondencias y correlaciones, es más bien como seguir el borde de una desgarradura, un trazado disimétrico, irregular, oblicuo, producto de una dislocación estructural que se alcanza y se pierde; aquélla misma que, justamente, hay que pensar porque da para eso. Lo gravísimo, decía Heidegger, es que aún no pensamos. Y sin embargo no hacemos más que eso, es inevitable. Incluso lo hacemos de más, en exceso. El problema es que el más al que aludo y el menos al que aludía Heidegger no coinciden nunca plenamente; he aquí el desacuerdo que da que pensar.
Luego, el pasaje a la multiplicidad sin límites no está garantizado ni remotamente; y la coartada, siempre a mano, que nos ofrece la duplicidad empírico-trascendental (o trascendencia/inmanencia, interior/exterior, ser/acontecimiento y toda la serie de duplicidades imaginables) debe evitarse, porque traduce rápidamente la división del «uno» en «dos unos», dos ámbitos ya definidos, ya opuestos, complementarios o no. Y lo que hay que soportar –un tiempo lógico, digamos– es la división y la tensión: el Dos heterogéneo que genera una exponenciación de las partes en un número (o cifra) impensado. El objeto impuro es ese uno dividido, lo cual no quiere decir que eso pueda seguir dividiéndose de la misma forma ad infinitud, como si se dispusiera de una vez y para siempre la regla de su división; al contrario, hay que inventar cada vez los modos siempre políticos de la división, a partir de la tensión sostenida entre dos.
Entre uno «y» otro, antes de definir los términos, hay una hiancia –quizás sea parte del exceso inevitable decir «hay una» (se escucha al pasar un mandato ascético: ¡ayúna!, o una fidelidad incluso)–, y el objeto que se raja (se parte, se fuga) se circunscribe al pasar; o sea: dejarse atravesar por la palabra para que pase y retorne en un movimiento pulsional.


IV.
¿Desde dónde se dice? ¿Cuál es el lugar de enunciación acorde con esta excéntrica disposición dicha al pasar? No caben suposiciones trascendentales, no se habla ni somos hablados desde el más allá ni desde profundidad inconsciente alguna, se habla aquí y ahora aunque las coordenadas espacio-temporales que definen el orden social no circunscriban adecuadamente el objeto de nuestra voz (en) común que, por tanto, se halla deslocalizada, resonando flotante sobre la superficie discursiva. O quizás sea el hallazgo mismo de esa superficie. El hallazgo y su pérdida. Ni perfectamente situada bajo coordenadas discursivas bidimensionales especificables (en un meta-lenguaje), ni más allá de todo saber o enunciado en vaya a saber qué inaccesibilidad nouménica. El objeto-voz rompe con la disposición geométrica y jerárquica de los lugares simbólicos fijados, marcando el no-lugar del lugar, acentuando –por interposición– una diferencia inespecífica aunque singular, que concierne a todos (los que tienen oídos para escuchar) sin saber bien por qué. En este sentido –que es doble– se configura una disposición topológica del espacio discursivo, al producirse un pliegue o torsión a través del cual inmanencia y trascendencia, exterior e interior, se muestran anudados o en un continuum como las dos caras aparentes de una banda de Möebius. Ambas caras se continúan sólo en un sentido, mediando la torsión de la voz que se pronuncia fuera-de-lugar en el lugar y señala, al pasar, su propia contingencia; pero en otro sentido son antagónicas. Hay que tener en cuenta este «doble sentido» de la estructura al momento de decir.
Una voz que habla así (de este modo singular) se escucha hasta en su silencio, resuena en los muros del lenguaje extendiendo sus efectos impensados hacia los más disímiles campos del saber. La voz, en «doble sentido», es eminentemente política. No se deja reducir ni al cuerpo ni al lenguaje; como el acontecimiento deleuziano sobrevuela, entrecruza y anuda ambos sin confundirse con ninguno. Acontecimiento doble entonces: acontecimiento del cuerpo, de las cosas y sus estados (conformados biopoliticamente); y a la vez acontecimiento del lenguaje, de las proposiciones y sus conexiones legales/causales, secuenciales. La voz no excluye al lenguaje ni al cuerpo, los atraviesa y transforma, resuena sobre ellos y de este modo los articula ternariamente al dislocarlos de su definición dual mutuamente exclusiva. O como dice Badiou: no sólo hay lenguajes y cuerpos, también hay verdades. Entonces no todo da lo mismo (¿es un don?), hay que pensar conjuntamente con esas verdades –que hay antes que nada– los conceptos que permiten articularlas.

V.
Inventar conceptos y lógicas nuevas que brinden conexiones impensadas entre los términos presentados en situaciones diversas (artísticas, políticas, científicas, amorosas). Porque a pesar que el pensamiento siempre va a la saga de las verdades (el búho que levanta su vuelo, etc.), sobre todo cuando se adhiere demasiado a los significados y las lógicas totalizantes, y aunque esta distancia sea inevitable al menos se la puede reducir a un mínimo si se prescinde del sentido. Separarse del sentido, cierto tiempo que he llamado lógico –en rasonancia con Lacan-, nos puede orientar rápidamente hacia el sonido y el encantamiento estético que produce la voz (la voz del poeta, por ejemplo); pero no hay nada bello que decir cuando habitamos lo político. Es otra dimensión, otro juego de dit-mensiones el que aquí se articula.
Afirmaremos que el concepto se forma a través de un salto o paso al límite, ¿pero un salto de dónde a dónde? No es desde un sistema de saber o régimen discursivo establecido hacia un exterior salvaje y caótico (que es siempre la proyección imaginaria del “buen orden”); tampoco puede ser desde un saber a otro pues esto sería un simple reduccionismo de lenguaje; se trata por lo tanto de una inter-posición entre la estructura o cuenta-por-uno (significante vacío, nombre propio) y la multiplicidad dispersiva del puro “hay” (múltiples de múltiples). Entre la consistencia y la pura inconsistencia se marca, por forzamiento (o torsión o pliegue), un no-lugar del lugar, un sitio deslocalizado que admite la suplementación de un excedente no reconocido de la situación. Se produce entonces un cambio en el discurso, una transformación radical que da cuenta de lo incontado al soportar la paradoja: un múltiple que se auto-pertenece. Lo cual permite sostener del sistema anterior sólo su estructura operativa, para contar lo imposible. De esto se trata propiamente el acontecimiento: efectuar una torsión de la estructura (o ley) que se interponga entre la inconsistencia vacía de lo múltiple y la identidad nula de un nombre propio. La invención de conceptos implica ir más allá de la discusión actual sobre la contingencia de todo orden discursivo, conlleva un saber hacer con (o forzar) los significantes vacíos para nombrar lo que está en desfasaje temporo-espacial en la situación, es decir, la verdad de la misma. Esto moviliza la estructura, no para contar lo mismo sino para inventar nuevas nominaciones de lo real.

Finalmente, la invención pende de un hilo, que es como la urdimbre del tejido. Esta trama compleja configura una ontología política, pues circunscribe la mínima consistencia posible para que los términos implicados se sostengan mutuamente entre sí. Bajo otro modo de decir: entre prudencia y exceso una voz anuda lo político, en tanto se hace escuchar.
¿Se habrá dejado oír algo entonces? ¿Se habrá cambiado de posición? ¿Se habrá inter-puesto una verdad entre otras?
Sólo a posteriori, si no-todo se dice, una verdad resultará verificada sobre lo dicho, o entre lo dicho (inter-dits); sujeto a condición, no de lo prohibido, de la prescripción o del mandato (voces ‘fonocéntricas’ de la conciencia moral), sino de la constatación de que no todo concierne a la ley de lo discernible: el exceso de la resonancia elude las coordenadas propias del “buen” sentido anticipable.
Decir a viva voz: «hay verdades» quizás parezca una verdad un tanto modesta –o molesta para algunos, en estos tiempos «pos»–, de hecho lo es. Del mismo modo lo es decir: «es verdad que hay verdades». Esta fidelidad a las múltiples verdades, a su articulación siempre provisoria, es todo lo que hay que decir, incluso menos: es todo lo que «hay» (es la razón siempre singular del no-todo, del des-completamiento), esas partes anudadas en mutua co-pertenencia. Es una suerte de inscripción en una función genérica (H(x)), abierta, que hay que sostener cada vez en cada encuentro.

[1] Este texto está inspirado en la lectura del inmejorable libro de Mladen Dólar “Una voz y nada más”, Buenos Aires, Manantial, 2007.
[2] Scavino, D. “Ideología y pensamiento” en El Rodaballo nº 13, 2001, pp 22-28
[3] Ibid. p.28
[4] Sí, a ‘otros’ en referencia a ‘algunos’ pero también a ‘otros’ en el ‘juego posicional’.

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