jueves, 28 de febrero de 2013

Diálogo filosófico

Transcribo un breve intercambio que tuvimos con Daniel Freidemberg en Facebook.

Leyendo las cartas que se mandaron dos grandes como Sartre y Merleau-Ponty, cuando se distanciaron, uno se da cuenta que no nos separa casi nada de ellos, ni histórica ni ética ni ontológicamente. El malentendido es universal.

DF: Nada más universal ni omnipresente, se me ocurre. Diría, casi, que el malentendido es lo que regula (su mayor o menor intensidad, su mayor o menor levedad, su mayor o menor capacidad de daño) las relaciones entre los humanos.

RF: Y últimamente, a falta de dios o el diablo, le echamos la culpa al lenguaje: la casa del ser (que parece ya demasiado chica).

DF: Si entendiéramos, quizá, que el lenguaje no es más que lenguaje (y el ser no es más que el ser) podríamos encarar todo con más tranquilidad, o mejor.

RF: Puede ser, pasa que si bien "el lenguaje no es más que lenguaje (y el ser no es más que ser)", como bien decís, también hay dispositivos de saber, de poder y de cuidado que hacen de ellos siempre algo menos, algo más constreñido. No digo para entendernos pero al menos para no ser tan torpes deberíamos tenerlo en cuenta.

DF: Para no ser tan torpes, sí. ¿No habría algo así como un goce en esa torpeza? O un aferramiento a una seguridad, un miedo a lanzarse a la intemperie.

RF: Necedad, más bien; "el significante es necio" (decía JL) y el goce es adherente por definición; sí, de una, la intemperie -o mejor: el pensamiento del afuera- genera pánico.

RF: Igual, las imágenes de la intemperie y el afuera son bastante engañosas, porque si hablamos de la "casa del ser" todo sucede en inmanencia, quizás el problema resida en la inadecuación entre el plano de la casa y los espacios reales que la constituyen. Y para no introducir por la ventana el dualismo que habíamos expulsado por la puerta de entrada (adentro-afuera), habría que pensar que los planos están plegados sobre las paredes, y nos envuelven a nosotros mismos, sin que podamos tomar distancia, pues son parte de nuestra propia piel, pies y manos, y el espacio es lo que se nos escurre entre los dedos (algo así).

sábado, 16 de febrero de 2013

De lo generacional a lo genérico

Al principio yo había hecho cierto elogio de lo generacional, en virtud de la persistencia de viejas idealizaciones que no permitían que surgiera nada nuevo (según la hipótesis de algunos, i.e., el libro de Omar Acha La nueva generación intelectual), pero ahora me doy cuenta que la cuestión generacional -la mía, la tuya, la de él- es bastante boba y limitada; incluso, a veces, hasta se coloca en una posición de (contra)dependencia respecto de otras generaciones, que no le habilita pensar. Por lo tanto, asumo de ahora en más que, a nivel del pensamiento de lo real, no sólo no existen los géneros definidos sino que tampoco existen esas marcas etarias (y otarias) que agrupan a pequeños aspirantes a algún trono. El pensamiento que vale la pena sostener atraviesa como un rayo esas pequeñas y relativas diferencias, no entra en ese juego espurio porque dispone el suyo, que es indiscernible o, mejor, genérico.

En este sentido, diría algo más. La idea bastante difundida que circula entre gente afín de que, digámoslo así, hay de lo irrepresentable, de lo irreductible, de lo irredimible, de lo indeterminado o de lo indiscernible, entre otros términos negativos, está bastante bien porque permite sostener éticamente la posibilidad de algo que no se deja capturar por las redes del sentido común positivista. Pero también es una operación bastante simplista. Creo que es necesario pasar -dar un segundo paso, si se quiere 'político'- hacia una formación que en lugar de suponerlo -como 'algo'- lo pone en acto, es decir, lo elabora de un modo propio, soterradamente.

En fin, dejemos de hacer tantos cantos y loas a la singularidad irreductible y practiquémosla en modos de escritura que no sean fácilmente digeribles, no digo ya para los mass media sino para los medios culturales especializados. No es tan fácil aceptar la singularidad cuando uno cree, bajo el peso insoportable de enormes tradiciones, que todo ya ha sido dicho o escrito. Puede que así sea, en efecto, pero la mera repetición fuera de contexto, la interrupción y la dislocación de los lugares comunes o derroteros argumentales, en fin, la escritura degenerada, pueden afectar de manera irremediable la gravedad que trasuntan esos viejos dichos olvidados de sus decires originales.