domingo, 8 de febrero de 2015

Tres círculos, una vida

Hay tres círculos en esta vida que se anudan e interrumpen entre sí. Es una suerte que así sea porque uno es el círculo del sentido, en el cual puede ser divertido empezar a girar un tiempo y encontrárselo a todas las cosas habidas y por haber, pero llega un punto en que se torna insoportable; por eso se agradece la interrupción oportuna de otro círculo, el del sin-sentido, que hay que saber captar al vuelo porque por definición es elusivo, transversal, gira de maneras imprevistas, y todo se pone muy raro en su registro. Por suerte, hay un momento en que te agarra algo real y te sustrae, te tira para abajo como un remolino de agua y te arroja la insensatez a la cara, puede ser el horror o la muerte, según dicen algunos, pero no se sabe bien. Con suerte, de allí sólo puede volver a re-engancharte el otro círculo, el del sentido; y así todo recomienza. No hay garantías últimas, no hay garantías primeras, sólo suerte en cada giro y nudo apenas.

viernes, 12 de septiembre de 2014

El sujeto: una vida


(Presentación de Badiou y Lacan. El anudamiento del sujeto, de Roque Farrán)

Luis Ignacio García

I.
El trabajo que presentamos propone una teoría de la intervención intelectual entendida, antes que nada, en términos de la necesaria implicación subjetiva de toda praxis teórica. El acontecimiento es el sujeto autoinstituyéndose en un acto de invención creativa a riesgo propio, es decir, a partir de un vacío estructural, de una ausencia de garantías. Este libro es una invención creativa singular, ligada a un nombre propio, el de un Roque Farrán, pero en el marco de un conjunto de condiciones particulares para su filosofía, compartidas en gran medida por todos nosotros. De modo que singularidad o implicación subjetiva no significan aquí un resguardo en la privacidad de lo particular, sino todo lo contrario, una búsqueda de lo común y ejemplar más allá de lo que en otro tiempo se llamaba el “universal abstracto”, es decir, de ese universal  que se contrapone a lo particular, negando así su propia institución contingente e impropia. Se trata, pues, de mostrar lo ejemplar de lo singular, esto es, el reverso material cualquiera de todo universal. Esta nueva universalidad del singular es denominada en este libro “sujeto”, cifra de una nueva posibilidad para la filosofía en sentido enfático.
De modo que sin desatender estas preliminares reglas del juego me puedo permitir ingresar al asunto por un desvío a través de mi propia implicación subjetiva en este acto. Si el sujeto es aquello que representa un significante para otro significante, pues bien, aquí va mi envío, mi pase, mi posta. Si de lo que se trata no es de establecer el universal ni de registrar los particulares, sino de encontrar lo ejemplar de lo singular, la parte que puede ser más que el todo, léase con esta nueva dignidad filosófica mi siguiente anécdota.
Aunque este libro se comenzó a escribir oficialmente hace unos cinco años, yo conocí su germen hace ya casi diez, en una circunstancia no desligada de la presente. Un grupo de gente joven se reunía con regularidad y pasión a compartir la felicidad de la lectura inútil y gratuita. La pasión se alimentaba de la ausencia de todo cálculo, del desprecio por los compartimentos disciplinares, de la interrogación por una actualidad entonces más confusa aún que la presente, y de las promesas de una verdad en común. La rúbrica convocante rezaba “Cartografías del presente”, lo que indicaba ya de por sí la doble coyuntura que aún late en este libro: la vocación de ofrecer parámetros de orientación renovados en un marco de incertidumbre y la flecha apuntando al mediodía del ahora. Acaso este libro preferiría ahora volver a nombrar esa interrogación como “Topografías de la actualidad”, es decir, hacer más nudos que mapas, producir más actos que presencias, pero al precisar su cometido no reniega sino que confirma el de aquellas viejas reuniones.
Y bien, un sujeto, este es el asunto, participó de aquellas reuniones de manera militante y sistemática. Con su saco marrón aún de psicólogo, aunque ya incómodo con él, discutía desde el lugar oblicuo que transitaba, “circulaba” nos dice ahora, entre disciplinas, y fundamentalmente entre el psicoanálisis del que venía y la filosofía hacia la que se desplazaba con firmeza. La torsión misma, claro, era la política. Psicoanálisis, filosofía y política ya estaban allí, y el sujeto como operador de la torsión y el desplazamiento. Pero eso no era todo: el sujeto es torsión y desvío, sí, pero es además apuesta e invención, decisión y coraje. Y nuestro sujeto supo ser en acto el nudo preciso de la falta y el exceso.
No voy a poder olvidar aquel encuentro en que un Roque Farrán expuso por primera vez para los que allí participábamos, que para entonces ya no éramos pocos, su propia noción de sujeto. Con su gesto sereno y su postura marcial, desplegó impasible el dibujo de un círculo, parecido a una rosquilla, y comenzó a hablar, sin preliminares, del toro. El desconcierto era total, al menos para mí: no podía descifrar el toro que se escondía en ese dibujito, ni, mucho menos, adivinar qué delirante lazo se podía establecer entre un toro, una rosquilla y el sujeto. Y, sin embargo, allí atrás estaba, indiscernible, el sujeto, sosteniendo toda la operación con coraje provocador. El sujeto era precisamente ese acto de irreverente creatividad conceptual. El “toro” fue a partir de entonces para mí un nombre posible para la oscilación afortunada entre un animal vigoroso, decidido y amenazador, y una figura topológica (sólo más tarde lo supe) de la fragilidad máxima, de la exposición y el riesgo, del centro vacío y ausente del sujeto, de la indiscernibilidad entre dentro y fuera, del perforamiento de la verdad.
“El autor señala el punto en el cual una vida se juega en la obra” dice Giorgio Agamben en dos pasajes decisivos de este libro. Una vida es ese jugarse en la obra: un movimiento nunca simple sino al menos doble de asumir la contingencia radical, el vacío que horada y muerde desde lo más íntimo, pero no como mero testimonio de un imposible, sino como suelo de una nueva afirmación, del juego infinito de “composibilidades” contingentes. Mi modesta anécdota intentaba apresar en la singularidad contingente de un acto este doble movimiento del sujeto entre el riesgo y la verdad. El sujeto: una vida que se juega.
Después la vida trajo ciertamente otros agujeros. Y sin embargo el coraje de la verdad permaneció siempre intacto. Y el sujeto, una vida, se jugó finalmente en la obra: una vida que se escribe en la tensión irreductible y paradójica entre la tragedia y la creación soberana de una lengua. Un toro: máxima fragilidad y exposición, a la vez que máximo valor y coraje de la verdad.
Sostener esta tensión irreductible no es fácil. Implica tanto la “militancia por la incompletitud del saber”, como insiste una capa profunda de este libro, esto es, la política de la falta, cuanto la completitud del no-saber de la militancia, esto es, la política de las verdades, como parece sugerir un estrato más actual de esta escritura. Vale decir, la ética de este libro, una ética que con el tiempo se afirma cada vez más como política, se cifra en la intransigente práctica del golpe de dados: contingencia y azar, sí, pero también arrojo y asunción de una necesidad cualquiera. Pues sí, este libro es el testimonio del despuntar de una nueva forma de la necesidad en la época del fin de todas las certezas. Este es el sublime sujeto de la ideología, el que ante el abismo de su puesta en riesgo absoluta no desfallece ni claudica, sino que siempre recomienza.
           
II.
El libro que presentamos participa de una hipótesis que circula bastante ya aunque aún en los pasillos de la filosofía, la confirma y le da mayor consistencia. La hipótesis, formulada de modo escueto y simple, diría que asistimos a un proceso de reempoderamiento de la filosofía. Vivimos un tiempo que se está permitiendo volver a ensayar los viejos nombres. Volver a hablar de sujeto, volver a hablar de comunismo, volver a pronunciar los nombres proscriptos de Platón o de Hegel, incluso permitirnos volver a preguntar por una experiencia cósmica, todos estos son síntomas de una mutación del repertorio de nuestras palabras. Es como si se hubiera tornado visible el punto ciego de cierta constelación post-68, o de cierto modo de leerla, en virtud de la cual la tarea del pensamiento crítico consistía en el empeño puramente destructivo o deconstructivo de indicar el vacío de todo anclaje trascendente y la vanidad de toda fijación de sentido. Por el contrario, algo en nuestra actualidad (el deseo indestructible) parece reclamar la necesidad de retomar los grandes nombres de la filosofía, sus más ambiciosos problemas y sus más potentes palabras. Por supuesto, no para retornar a no sé qué edad perdida, sino para ir más allá, en una nueva torsión que muestre la creatividad del vacío y la necesidad específica de lo imposible.
Nos cansamos de escuchar los diagnósticos, con los acentos más variopintos, de la edad “post-metafísica” en la que vivimos. El testimonio del fin de los operadores trascendentes del sentido, en diversos ámbitos y de la izquierda a la derecha, parece haber sido el non plus ultra de la filosofía de las últimas décadas del siglo XX. Sin dudas ese fin de siglo inscribió una pérdida definitiva de la inocencia, una sustracción respecto a la cual no hay retorno posible, ni en lo político, ni en lo teórico, ni en ningún nivel. Pero después de todo la modernidad siempre fue eso, por lo que sus mayores filósofos no fueron aquellos que insistieron, escépticos, cínicos o apocalípticos, en la imposibilidad de un mundo sin centro, ni tampoco los que se refugiaron, dogmáticos o místicos, en las ruinas de templos ya vacíos de soplo divino, sino aquellos que buscaron el despuntar de nueva edad clásica en el propio seno escindido de lo moderno, es decir, una nueva fuerza plástica y configuradora arrancada al viento gélido del nihilismo.
En términos locales este movimiento adquiere acentos especialmente marcados, pues tanto los estigmas de la catástrofe de fin de siglo cuanto los signos de este recomienzo se expresaron, ambos, con la mayor contundencia que en otras regiones del globo. Para nosotros, Auschwitz y la caída del socialismo fueron una misma experiencia, el fin de la Revolución y el fin de la Civilización se dieron juntos en una catástrofe descomunal que ofició de tránsito vertiginoso hacia el terror normalizado del neoliberalismo. La filosofía, que hasta hacía poquitos años anunciaba el advenimiento de palingenesias redentoras, no pudo más que balbucear el fin de la lengua. Y debía hacerlo, sin dudas. El testimonio de la catástrofe fue su gran tarea a fin de siglo, y en particular en nuestras latitudes. El náufrago “no matar”, pronunciado, murmurado, en estos mediterráneos litorales, es el mensaje en una botella que aún debe ser desentrañado como torso de una época trágica.
Sin embargo, esa tarea ya no es la “nuestra”. No porque se haya cumplido, pues es por definición inacabable, sino porque esa incompletitud misma ya se ha inscripto en el corazón de nuestra tarea, que de ese modo la asume y excede. Y porque las coordenadas históricas de este comienzo de siglo quieren también ser otras.
La enorme potencia de este libro es, justamente, asumir este desafío epocal, e instalarse con decisión en esta nueva escena, o mejor dicho, en contribuir a producirla, pues el libro sabe que ella es estrictamente contingente, no una destinación venturosa sino una apuesta a puro riesgo. Y además procura hacerlo no tanto desde la crítica cultural, que siempre tiene reflejos rápidos pero no siempre problematiza su propio suelo de enunciación, sino desde los rigores del pensamiento teórico, proponiendo nuevas configuraciones conceptuales, nuevas gramáticas en las que esta tarea se torne pensable y enunciable. Para decirlo de una buena vez, creo que la manera más genérica de enunciar la potencia singular de esta obra es la siguiente: en este libro la política de la falta, de lo real traumático, del acontecimiento excepcional, se enlaza de manera solidaria e indisociable con una política de las verdades, del anudamiento de los registros que bordean lo real, de los procedimientos genéricos de verdad que dan consistencia y eficacia política al acontecimiento.
Con esto ya asoman los nombres propios convocados en el título: Lacan y Badiou, y lo hacen ya bajo la forma de una cierta torsión. Aplicando recursivamente la lógica suplementaria del no-todo a los propios pensadores que la diseñaron, el autor toma una parte singular de cada corpus para leer el todo, una parte que no siempre coincide con lo más destacado de cada uno de estos autores. De modo que no son Lacan y Badiou por ellos mismos, sino que esos nombres propios son hechos comparecer, como paradigmas de una operación intelectual singular, ante la tarea del pensamiento contemporáneo antes referida. De este modo, leeremos un Lacan no centrado en la falta simbólica o en lo real traumático, sino releído en su totalidad desde el desplazamiento de sus últimos seminarios hacia el nudo borromeo. Y, a través de la lógica del nudo, Lacan mismo es desplazado del terreno propio de la clínica e incluso del psicoanálisis para pensarlo como signatura del sujeto, como paradigma de una operación que puede ser puesta en juego en los más diversos terrenos de la política y la cultura contemporáneas. Y aquí aparece Badiou, como el operador de generalización de esta lógica, una generalización (que en rigor es generización) a partir del despliegue de los diversos “procedimientos genéricos” que ofician de condiciones para la filosofía y como lugar de la irrupción de las verdades: ciencia, política, arte, amor. La nueva tarea epocal de la filosofía se anuncia en este deambular, este circular transversalmente entre los distintos regímenes de verdad, problematizando sus fronteras y articulándolos contingentemente a partir del paradigma fundamental de la lógica de lo real, esto es, del anudamiento borromeo. A esto se le llama en el libro, composibilidad, nombrando más allá de todo escepticismo cínico y de todo misticismo, la posibilidad de un recomienzo enfático de la filosofía.
Por supuesto que este Badiou mediado por Lacan tampoco es el Badiou más usual. Aunque la recepción de su filosofía todavía es demasiado reciente, en la Argentina tuvo una muy temprana presencia, desde los duros años 90, a través del sostenido trabajo de la revista Acontecimiento, y en particular, a través de su utilización como catalizador de los dilemas y debates abiertos en la debacle del 2001-2002. Ese Badiou es, precisamente, el gran teórico del acontecimiento, es decir, el de la afirmación de lo político como irrupción irreductible, incontrolable e imprevisible. Al leer a Badiou desde un costado no tan subrayado de su filosofía, el de la composibilidad (nombre badiousiano del anudamiento), el autor habilita una lectura no destituyente del acontecimiento, que pasa a ser leído desde los procesos de fidelidad y los procedimientos de verdad que él habilita retroactivamente. Dicho de otro modo: el acontecimiento pasa a ser el centro ausente de una ontología de la composibilidad cuya tarea no es la teología negativa de negar cada determinación particular que pretenda sustituir el núcleo incandescente, sino bordearlo en un trabajo sistemático de anticipaciones y retroacciones en las que se enlazan múltiples determinaciones particulares en la trama del sujeto como práctica filosófica contingente.
Ahora, si la tensión Badiou/Lacan ya habilita estos desplazamientos en estos nombres propios decisivos del porvenir, oficia además de tensión originaria que descentra desde un comienzo todo el proceso textual, y habilita una escritura siempre intersticial, o circulatoria, anticipando ya desde el título un movimiento que paso a paso intentará multiplicar las referencias para sustraerse a toda fijación en un nombre particular. Una política del nombre propio que da lugar a un verdadero cuadro de época de la filosofía actual pocas veces logrado con tanta soltura y gracia, con tanta precisión en los gestos. El espaciamiento que une y separa a Badiou de Lacan desestabiliza sus nombres, pero también suplementa otros nombres propios fundamentales para este trabajo: Althusser, Ranciere, Zizek, Nancy, Agamben, todos tan necesarios como contingentes en este proceso de una actualidad que piensa sus propias aporías. La barra que los une y los separa es, en última instancia, la sobria inscripción de un nombre propio, el de un tal Roque Farrán, singular cualquiera, que prescinde de sí mismo para mejor inscribirse como apuesta singular del texto.
Hacer filosofía en nombre propio, prescindir de las autoridades y del eterno comentario de los textos del pasado, asumir la implicación subjetiva de toda praxis teórica. En este juego escriturario el nombre propio (el de Lacan, el de Badiou, el de Farrán) pasa a ser un operador estratégico que revierte lo propio del nombre en efecto impropio de singularización. El nombre propio se convierte en laboratorio experimental de subjetivación política radical. Puede sonar exagerado, pero es así: este libro da tanto cuanto quita. Tras recorrer sus largas y exigentes páginas, uno comprueba que este libro no nos enseña nada, sino que, como buen maestro ignorante, más bien se propone él mismo como ejercicio de pensamiento, como laboratorio para que cada lector haga su experimentación subjetiva en cada caso singular, utilizando el nombre propio, ahora el de cada quien, como banco de pruebas. Lean el libro, atraviesen sus 400 páginas, y verán.
           
III.
Para terminar, quisiera dejar aparecer el deseo, indestructible e insaciable, tras la lectura de este libro. De los capítulos aún no escritos, aunque ya insinuados, de esta obra interminable que es la filosofía del futuro, me apresuraría a hojear antes que nada los tres siguientes:
Primero, aquel en el que se vuelva otra vez sobre el problema de la matemática. Más allá de la mala fe y de las tonterías del justamente olvidado affaire Sokal, creo que aún resta por ser pensado el problema de las matemáticas en Badiou y, más en general, la insistencia en el enfrentamiento entre formalización e interpretación, que en Badiou adquiere estado de guerra entre univocidad y equivocidad. Hay aquí una política de la lengua aún en proceso de formulación, y, creo yo, una necesidad de hacer pasar el reclamo formalizador por el mismo protocolo del nudo borromeo: no se trata de seguir sosteniendo la ya vieja guerra de formalización vs. interpretación (el famoso libro de Sontag está a punto de cumplir medio siglo), sino, nuevamente, de inscribir la interpretación en un nudo solidario con la formalización y, acaso, el tercer anillo borromeo a inventar de una crítica materialista. El propio libro testimonia las tensiones allí alojadas al permitirse cierto desplazamiento entre la formulación inicial del estatuto ontológico de las matemáticas hacia el estatuto metafórico de las mismas que parece cobrar sobre el final. Y es que, al menos por mi parte, lo que fundamentalmente no se puede aceptar es la homología o la simetría que se establece entre la relación filosofía-matemática y la relación filosofía-poesía. Sabemos que aquí se juega una estrategia de demarcación decisiva entre Badiou y buena parte de la escena de la filosofía contemporánea en cuanto escena básicamente post-heideggeriana, de manera que su crítica a la “edad de los poetas” es su modo de marcar una singularidad en un presente acaso demasiado heideggeriano aún. Ahora bien, más allá de Heidegger, lo decisivo es que el estatuto del arte a lo largo de toda la modernidad histórica no es simétrico ni equivalente al estatuto de las matemáticas o de las ciencias, tal como parece pretender Badiou al intentar dar legitimidad a su uso de las matemáticas. Dicho de otro modo, el lugar homogéneo ocupado, en términos sistemáticos, por los cuatro “procedimientos de verdad” en Badiou nos puede llevar a descuidar los profundos desequilibrios que las lógicas diferenciadas de lo político, lo científico, lo artístico y lo psicoanalítico han tenido como rendimiento efectivo. No fue por acaso que la crítica de la metafísica en el siglo XX buscó alianzas estratégicas en el arte, del mismo modo que no fue un azar que lo efectivamente actuado por el procedimiento de verdad científico (y por las matemáticas ahora ontologizadas) haya entrado en complicidad estructural con el despliegue del capital. De modo que el que en términos formales las condiciones de la filosofía (política, ciencia, arte, amor) hayan de pensarse como equivalentes, no implica que se pueda desconocer lo que en términos históricos efectivos ha sido actuado en nombre de cada uno de esos procedimientos de verdad específicos. Creo que al centrar el problema en el asunto de la contingente composibilidad de las verdades, este libro apunta precisamente a este cuidadoso deslinde.
En segundo lugar, leería ese capítulo en el que se tematice explícitamente la cuestión de la relación entre filosofía y tradición, o si se quiere, el problema de la historicidad específica que se aloja cifrada en los capítulos realmente existentes del libro. En la medida en que el esfuerzo fundamental en él es el trazado de una lógica de lo real, lo principal aquí era la estrategia del nombre propio y de la implicación subjetiva como cifra de un pensamiento de lo singular. Así y todo, el libro ofrece también el diseño de paradigmas de temporalización heterogénea del concepto filosófico que resultan claves para pensar la creación y transmisión de los conceptos como una danza de interrupciones. El capítulo que quisiera leer es el que dé un nuevo bucle al paso de la temporalidad a la historicidad, un paso que nos prevenga de cualquier uso instrumental de la tradición, como mero campo de ejemplos o casos de lógicas ya decididas de antemano. 
Por último, quizás el capítulo que más me interesaría sería aquel que dé un nuevo giro a la vieja cuestión, reabierta con decisión en el libro, en torno a las relaciones entre teoría y praxis, ahora reformuladas, por supuesto, a otro nivel en los términos althusserianos de praxis teórica. Así como una historicidad sin historicismo puede sostener una relación no instrumental con la tradición, una praxis teórica sin teoricismo (y esta es una discusión siempre delicada para la izquierda post-althusseriana) implica una relación no externa con los problemas de la política (el arte, la ciencia, el amor). Encuentro dos síntomas: en uno de ellos, Badiou se muestra a la vez como uno de los más enfáticos críticos del “izquierdismo especulativo”, a la vez que uno de los principales objetos de esa misma crítica. Segundo síntoma: sé la importancia decisiva que los nuevos procesos histórico-políticos tienen para el pensar del autor de este libro. Sin embargo, América Latina ingresa de manera fugaz y casi fortuita en este trabajo. Insisto: Roque, a diferencia de Hegel, publicó la Lógica antes de la Fenomenología, pero eso no debe confundirnos. Sabemos que mientras tanto escribía su Fenomenología en su muro de Facebook. Se trata de tareas solidarias que se irán desplegando, en el tiempo y en común, en este siglo que se inicia, a diferencia del XX, promisorio.
Mi agenda deseante dice, entonces: la inequivalencia de los “procedimientos genéricos” de verdad, la historicidad no historicista de la tradición filosófica, y la contaminación material de la “praxis teórica” son nombres posibles de algunos de los capítulos que habremos de composibilitar, a la vez colectivamente y en nombre propio, en la filosofía futura que se anuncia, con tanta delicadeza cuanto coraje, en este trabajo singular.


Muchas gracias. 

martes, 11 de marzo de 2014

Fragmentos acerca de la práctica de la filosofía y el ejercicio de pensamiento libre

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Practicar la filosofía es acoger las formas más soterradas de fracaso, allí donde todo-hombre encuentra su rasgo femenino sin recular, sin tomar por otro lo que a nadie pertenece. El día en que esa actitud se propague, como reguero de pólvora, ese será un completo y feliz día para las no-todas llamadas mujeres.

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Lo que hay que cultivar de manera genérica para que prolifere, no es el amor por la sabiduría (o por el conocimiento); lo que hay que cultivar -para que haya cultura- es el amor por las verdades; que son esencialmente femeninas en tanto no conocen límites, ni más ni menos, ni comparaciones, ni fines, ni predicados. Las verdades infinitas se producen porque sí, y eso ni siquiera es la razón de un capricho. Las verdades genéricas se despliegan en el espacio infinitesimal del pensamiento, en un abrir y cerrar de ojos. Las orejas en cambio no tienen párpados, y por eso uno se deja engañar por cualquier basura, cuando no ha escuchado jamás -amarrado a un poste- el canto de las sirenas.

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Una vez tuve un pensamiento tan profundo que ya nunca más pude salir de ahí. Por supuesto, todo el mundo sabe que lo más profundo es la piel; de ese ahí les hablo. Pensar profundo es cuestión de piel, y no hay salida.

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La gente no acostumbra pensar y pensar es un hábito como cualquier otro, como dormir, comer, correr, coger o lavarse los dientes. Uno puede estar ahí, en lo que hace, o bien puede estar fantaseando con cosas que supone haría mejor, con otros y en otra parte. Estar ahí es un hábito que se cultiva en torno a una ausencia insondable, asumida como inhabitable.

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El lector antes de leer, como él cree, es leído por el texto. Cada lector encuentra así, si lee en serio, su propio mensaje en forma in(ad)vertida. Elaborarlo, o no, sí depende de él. Por ese motivo me suele resultar gracioso cuando un lector comienza manifestando su malestar, presuntamente indefinido, ante el texto o el contexto aludido, bajo el pre-texto de manifestar algo así como una suerte de honestidad intelectual que abrirá paso a la crítica y, acto seguido, se muestra falaz porque en vez de reconocer sus propios límites, y hacerse cargo del malestar, se los atribuye al Otro.

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Una de las cosas que más me gusta de este medio es que se puede decir cualquier cosa, casi como en un análisis. No creo que lo retome aunque recuerdo ahora ciertas inhibiciones comunes, primero vinculadas al cuerpo, y luego a la palabra. Las del cuerpo no son tan duras de remover, basta con hacer algunos ejercicios de desinhibición actoral, o yoga, o baile, o artes marciales (o todo eso junto). Más difícil en cambio es soltar la palabra. He visto a los mejores actores quedarse mudos o decir tonterías ante la imposibilidad de la palabra. Pero un análisis la desata, tarde o temprano uno empieza a asociar libremente, a jugar con resonancias insensatas, y hasta puede -si es su deseo- convertirse en poeta. Luego aburre. Hasta la angustia del silencio y de las repeticiones se tornan aburridas. Porque hay algo que resta soltar y es lo más difícil: el pensamiento. El pensamiento, claro, no es esa vocecita molesta que les repiquetea constantemente en la cabeza; el pensamiento toma el cuerpo, las palabras y las cosas y las anuda inextricablemente en un juego serio que implica a la vida, a la muerte y algunas otras cuestiones. Al pensamiento, lamentablemente, no hay técnica alguna que ayude a soltarlo (aunque existe el coraje de la verdad, según el maestro Foucault).

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Así empieza Zizek su libro sobre Gilles: "Deleuze era bien conocido por su aversión al debate: llegó a escribir en alguna ocasión que cuando un verdadero filósofo está sentado en un café y oye a alguien decir 'discutamos un poco este problema' se levanta inmediatamente y se marcha lo antes posible." Acuerdo un ciento por ciento; no me esperen a la hora de los debates tan celebrados, el coraje de la verdad que asume la práctica filosófica es más bien como un Aikido discursivo que se sirve de la fuerza del otro: se sustrae mediante la elaboración de conceptos, tan vacíos en su fundamento, que dejan por el suelo cualquier exceso de agresividad (contenida o no).

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"La vida es el conjunto de fuerzas que se oponen a la muerte", decía Bichat. De ahí, quizás, nuestra negación primitiva. Hay que empezar a revisar y a redefinir todos los términos heredados que nos afectan e implican: estado, vida, sujeto, verdad, etc. Yo diría, entonces, que la vida es el conjunto de muertes asumidas y la fuerza que resta de ello.

lunes, 10 de febrero de 2014

Una palabra

La filosofía, el psicoanálisis, el chiste o la poesía son experiencias que juegan sobre el borde del sin-sentido, no por gusto sino por necesidad; pero sería un error identificar el sin-sentido con la locura (lisa y llana o mistificante), pues localizar el punto exacto donde la palabra se da vuelta para encontrarse con su propia pérdida (de-sentido) es una de las tareas más difíciles y exigentes del lenguaje: no todo es decisión de sentido en el mundo; no-todo es una verdad que no se encuentra de manera tan directa (o clásica), i.e., negando el mundo y sus lenguajes.

La palabra es lo que hiere pero también lo que cura, para eso es necesario darle la vuelta completa a su estructura moebiana; de ahí el valor imponderable del doble sentido significante: poético, chistoso, psicoanalítico. Si suprimen esa dimensión esencial de la escritura, daría lo mismo que hubieran muerto (desangrados por la herida).

Y mientras la lluvia sigue, un trazo melancólico hunde sus alas, apenas, en el agua que resta (caer). La medida del tiempo es imprevista, como una cuña se interpone entre una superficie y otra, no admite declinaciones seguras, quizás sólo una sonrisa necia.


jueves, 6 de febrero de 2014

Innombrable

Hay un poema que ha circulado bastante por las redes sociales y que me gustaría funcione aquí como condición de pensamiento político, más precisamente del cuerpo y la voz común que nos constituye. Desearía que nuestra constitución nacional se escribiera así.

"Somos el borrador de un texto
que nunca será pasado en limpio.

Con palabras tachadas,
repetidas,
mal escritas
y hasta con faltas de ortografía.

Con palabras que esperan,
como todas las palabras esperan,
pero aquí abandonadas,
doblemente abandonadas
entre márgenes desprolijos y yertos.

Bastaría, sin embargo, que este tosco borrador
fuera leído una sola vez en voz alta,
para que ya no esperásemos más
ningún texto definitivo."

Roberto Juarroz, Poesía Vertical, XI, 50 [1987]


Mi infancia estuvo completamente atravesada por la política; mis padres eran militantes de izquierda y nos llevaban, a mis hermanos y a mí, a cuanta reunión, evento o discusión de tal índole los solicitara. Quizás por esa temprana exposición a la lengua política y sus repetitivas declinaciones, luego tuve el cuidado de evitar los ámbitos donde se la balbuceaba impunemente. Fueron necesarias varias vueltas y giros imprevistos por diferentes discursos, prácticas y disciplinas, para ir aflojando un poco la trama de la historia familiar, generacional e histórica, y dar así con el extraño nudo que ciñe mi disposición y deseo actuales. Algo de eso voy a decir a continuación, un fragmento más de una imagen que se encuentra completa, bajo condición del imposible que no obstante me singulariza.

Comienzo por un axioma particular que considero en cierta forma nodal: no todo es política. No todo es política, repito, pero eso que no lo es no define a priori, por exclusión recíproca, qué es lo propiamente político (en esencia). Pues a nivel del universal -y aquí pluralizo la cuestión- estamos en condiciones de afirmar, más bien, que no hay nada que no sea político, lo cual impide fijar el límite a la politización de cualquier praxis o pensamiento, al tiempo que exige una definición en acto, siempre inmanente. Las excepciones no se pueden definir antes, eso sí, sólo ocurren si se las habilita de algún modo.

El innombrable político de cada práctica no se define a priori, se especifica en la misma práctica, bajo condiciones materiales únicas, singulares, imprevistas. Cada lengua (política, artística, científica, etc.) goza así de su propia impotencia, aunque haya atravesamientos y composiciones singulares-genéricas que ficcionan cierta potencia común -que se cree- perdida (pero es pérdida, en realidad, se juega a pura pérdida); se le llama filosofía a esa lengua ficcional compuesta de fragmentos heteróclitos.

Impotencia quizás no sea el término que mejor se ajuste al goce (de por sí difícil de ajustar a la palabra), pues estamos hablando ante todo de imposibilidad: imposibilidad que es lo real y afecta tanto a lo simbólico (en impasse) como a lo imaginario (donde se suele traducir, en el mejor de los casos, como nuevas posibilidades).

Siempre se piensa situado, en condiciones históricas concretas. Hay trazas de acontecimientos dispares que nos constituyen sin saber, y nos afectan. Por eso no se trata de promover la constitución o la destitución per se. En nuestro caso, bastaría imaginar que nos constituimos como el poema, para escuchar la voz que resuena al final: no hay texto definitivo. Sólo trazas singulares que hacen a lo común, y un goce único (intransferible). 

martes, 4 de febrero de 2014

Pensamiento material

Llamo filósofo a cualquiera que se haya vuelto, no por gusto si no porque no le quedaba otra, sobre eso en que creía sostenerse: él mismo, el mundo y los otros. Llámese como se llame, semejante creencia, sólo puede haberse develado como tal al ya no sostenerse más, pues antes había sido lo más natural del mundo, lo incuestionable per se que sostenía todo-eso-junto y más. Llamo filósofo a aquel que pese a todo no ha sucumbido junto a la creencia, es decir, a aquel que no se ha vuelto loco.

En filosofía también hay técnicos o eruditos; hay pedagogos o profesores; hay ideólogos o políticos; y, por supuesto, hay incluso filósofos o problematizadores. Doy por descontado que todos son imprescindibles, que ninguno vale más que otro, y que lo que asigna la función específica, en cada caso, es el deseo antes que la división racional del trabajo.

Pensar es sustraerse al menos cuatro veces en una situación cualquiera: i) de la norma que prescribe el sentido común; ii) de la ley que determina posiciones claramente diferenciadas; iii) de lo que en el funcionamiento de ambas califica la existencia; iv) y, finalmente, de la propia potencia de sustracción cuya tentación es anularlo todo, incluidas las sustracciones anteriores. Dichas sustracciones circunscriben lo real del pensamiento.

Hay quienes no obstante confunden lo real con el ser, entonces afirman que el lenguaje es la casa del ser (Heidegger); por lo que se infiere de allí un real en extremo hospitalario, cómodo, hasta habitable, siempre y cuando mantenga depurado el lugar y libre de intrusos. No es así de ningún modo; cualquiera que habite el lenguaje lo sabe: lo real es la grieta irreductible en el muro de la casa. Tampoco hay que exagerar, no es que habitemos entre escombros, sólo que hay que habituarse (hexis) a las infiltraciones, las goteras, las alimañas, a todo eso que implica un real imprevisto, no bienvenido pero, aun así, inevitable pues eso también somos.

Por otro lado, tanto Althusser como Lacan insistían en que Marx -según el primero- y Freud -según el segundo- habían dado con lo real de su tiempo, pero que lo habían circunscrito con los materiales que contaban, no del todo oportunos para el caso: Marx recurría a la dialéctica hegeliana (aunque la invirtiera); Freud a los modelos energéticos del cientificismo decimonónico (aunque los sustituyera luego por su metapsicología). Había que hacer jardín a la francesa y desmalezar el terreno. Son estrategias de lectura, por supuesto. Yo pienso en cambio que el real del tiempo hay que circunscribirlo cada vez, con los materiales inoportunos con que se cuenta, y forzarlos, y calzarlos, y componerlos: el sutil arte del remendador y fabricante de conceptos. Por eso no acuerdo con los epígonos de los maestros que quieren rectificarlos, o bien privilegiar un aspecto de su teoría, o bien limitarse a repetirlos como locos, sin captar que lo que habrá valido en cualquier caso es el gesto de invención que implica, entre otras cosas, ensuciarse las manos con los materiales siempre inadecuados del presente.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Escritura de fragmentos

No tengo problema en escribir sobre papel, sobre paredes, sobre el estado, sobre el tiempo (sobre el estado del tiempo o el tiempo del estado), sobre el sobre de una carta que se pierde, una y otra vez, e irremediablemente llega a su destino (que es la pérdida irremediable), o incluso de escribir sobre la arena o sobre el agua; pero escribir en esta superficie virtual tiene la ventaja de situarse justo justo al nivel del olvido necesario, imprescindible, ése que responde a la época.

Por ejemplo, la otra noche soñé que pensaba y al despertarme me di cuenta que no, que soñaba.
Pero al darme cuenta, a su vez, pensé: soñar es también otro modo de pensar. Y desperté de golpe.

Cada tanto alguien encuentra el sentido del mundo y puede ser devastado por esa intempestiva revelación; no hay muro donde compartirlo porque es el muro mismo y su grieta: el de cuerpos y lenguajes, y también, la de esos puntos de fuga que algunos llaman verdades. Una vida completa es una fuga musical escrita en nombre propio, si se lo ha vaciado suficientemente de yoicidad.

El deseo decidido no tiene nada que ver con el voluntarismo, ni tampoco con una pasiva resignación o una activa subordinación; el deseo decidido asume el acto con pasión y recibe lo que advenga del tiempo sin alterarse, con absoluta impasibilidad. Encontrar, perder, circunscribir el tiempo del deseo y sus insólitas escansiones, he allí lo que hace (a) un sujeto.

Todo es efecto de decir, y no-todo también, sólo que de otro modo. Nada es lo que parece, en sentido afirmativo. El sentido se juega, a su vez, como efecto de decir que no siempre se dice, pues se olvida recurrentemente bajo el dicho afirmado.

No hay afuera del lenguaje, pero decir que todo es lenguaje ya es tomar posición en el campo; y una bastante limitada, si cabe decir, justamente porque necesita postular la función de excepción que le dé límite y consistencia a ese todo supuesto. Por el contrario, decir que no hay nada que escape al lenguaje y a sus dispositivos, abre la posibilidad de una inscripción sin todo, ilimitada, o mejor: no-toda. En el medio, lo que producimos son operaciones conceptuales, invocamos fórmulas, matemas y poemas, dispositivos de diversa índole. No todos son interesantes, no todos responden a las potencias irredentas de la historia, a las historicidades ontológicas del presente. No todos, justamente.