martes, 2 de octubre de 2012

Del imposible reconocimiento de la prostitución como trabajo

¿Es la prostitución un trabajo? Y, antes aún, ¿no hay acaso en todo trabajo algo de prostitución? Radicalicemos a Marx, con una economía del goce más descarnada -o encarnada- si se quiere, pues hay algo en el antiquísimo trabajo que devela las paradojas de la sexualidad y la imposibilidad de relación social. No hay cosa más material que estas paradojas, difíciles de captar porque se nos pegan como el chicle a la suela del zapato, por no comprometer otras partes más impúdicas en el relato.

Quiero decir, hay algo sintomático en la dificultad de reconocer a la prostitución como un trabajo legal, pues ello conectaría peligrosamente con la verdadera naturaleza -que siempre es un artificio- del trabajo ¿Qué se juega ahí? Un poquito más acá de los tópicos bien conocidos de la enajenación y la moral está lo que, en términos lacaniano-marxistas, podemos denominar goce; el cual se presenta en este caso como ese curioso pliegue de la legalidad laboral que no puede ser reconocido sin afectar profundamente la concepción -pretendidamente ingenua- del trabajo entendido como intercambio regulado y pactado de algo cuantificable.

Hay fenómenos sociales que no podemos ver, y no porque sean invisibles -como se suele decir a menudo- sino porque están delante nuestro, en nuestras narices, demasiado expuestos en su materialidad concreta, reflejando esa parte de la sociedad que somos sin que opere la típica inversión ideológica. (Son como esos objetos topológicos no orientables cuya imagen en el espejo no resulta invertida: banda de Moebius, botella de Klein, etc.). No nos reconocemos allí, nos desorientamos, pues el espejo nos devuelve la imagen tal cual es, y nosotros, por hábito, acostumbramos orientarnos a través de la inversión especular ideológica: nos definimos por simple oposición, o sea, por lo que en verdad no somos. El ser humano no sabe qué mierda es, por su constitución significante sólo conoce diferencias. Pero cada tanto aparece un sintoma que muestra el efecto de inversión del espejo, en su inanidad, y eso espanta, angustia o moviliza. La prostitución es uno de esos fenómenos. Es imposible reconocerla como trabajo pero es necesario hacerlo: allí donde eso era, un sujeto político debe -o más bien puede- advenir.

Y si el trabajo revela el punto sintomático de inversión de esta ideología idiota, que hace de todo mercancía, entonces el trabajo sexual no hace más que agravarlo y duplicarlo: es el punto ciego que condensa todos los prejuicios -de derecha y de izquierda- sobre la verdadera naturaleza del trabajo y, por ende, del goce. Así, la hilacha se ve en las fallas de una trama legal que, de reconocer esa falla-hilacha, no puede más que comenzar por deshacerse; de ahí las resistencias al reconocimiento legal. La prostitución como trabajo, el trabajo como prostitución, en sus mutuas inversiones e imposibilidades de reconocimiento, muestran la punta de una verdad sobre la que se teje todo este sistema de valores en el que nos sostenemos -precaria pero violentamente- regulando los goces a través de múltiples dispositivos de saber-poder-cuidado, y la mar en coche.

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