martes, 23 de octubre de 2012

El pase filosófico

“De modo que de acuerdo con la Ley (la ilusión) la Constitución es; pero de acuerdo con la realidad (la verdad) la Constitución se hace. Por su carácter es inmutable; pero de hecho cambia aunque inconscientemente, sin la forma del cambio. La apariencia contradice a la esencia. La apariencia es la ley consciente de la Constitución, como la esencia es su ley inconsciente en contradicción con la primera. La ley no tiene por contenido la naturaleza de la cosa, sino lo contrario”. (Karl Marx, "Crítica de la filosofía del Estado de Hegel", Madrid, Biblioteca Nueva, 2002, p. 131, trad. y notas José María Ripalda).


Suelo disponer de varios espacios de escritura que por momentos se atraviesan, yuxtaponen y cruzan parcialmente. En ellos experimento cosas, sobre mí y los otros; sobre lecturas y escrituras; sobre lo que hace cuerpo y descentra; y también sobre lo que no. Me he dado cuenta hace relativamente poco que hay una creencia muy consolidada, entre varios, respecto de que habría medios que ofrecen cierta impunidad (y no me refiero sólo a los poderosos). Me llama la atención ese sometimiento voluntario que no se hace responsable por la escritura, por el decir, por el acto. Pues para mí el decir, en cualquier forma y lugar, hace ley, y no el dicho. El decir se expone sin miramientos, mientras que el dicho busca justificarse, y así, reglarse. El decir se escribe para pensar en acto. Dos tentaciones a resistir y elaborar aquí (en esto sigo a mi maestro Foucault): i) que los espacios de escritura sean unificables bajo un sentido último o primero; ii) que los espacios de escritura sean distinguibles claramente y valorables por separado. Ni una cosa ni la otra: hay que sostener con coraje -de verdad- y soportar cierta incomodidad -de no dominio- respecto de las mutuas irreductibilidades entre ellos, al tiempo que su mutua imbricación, sin despreciar ni valorar unos más que otros. Ello define una praxis: la filosófica.

I.
Podría decir que el cogito de la filosofía actual, que se sostiene sin certezas últimas o primeras, se formula no obstante por medio de una mínima que se diluye en el acto mismo de su impropia formulación: cualquiera piensa, luego existo. La cualquieridad en cuestión no permite distinguir así rasgos particulares, ni tampoco formular un principio universal clasificatorio; se trama más bien en el medio, en la multiplicidad cualquiera, en la heterogeneidad de pensamientos encontrados al azar de las indagaciones. Captar -afectar y dejarse afectar por- dicha cualquieridad, exige atravesar y circular por distintos saberes (en falta) y prácticas (en exceso). A dicha (dis)posición filosófica se la suele designar académicamente como posfundacional o postestructural aunque ella, ajena a semejantes preocupaciones escolásticas de etiquetamiento y clasificación, responde más bien a las cuestiones vitales que nos afectan e interpelan en tanto seres de lenguaje. Somos herederos, es cierto, de múltiples tradiciones subterráneas, encontradas por azar, lo cual no quiere decir que hagamos culto a los muertos o juguemos a la lotería. El rigor pasa por la alternancia de los cruces hallados entre diversos procedimientos.
En dicho sentido resulta curioso, por ejemplo, cómo a veces el entusiasmo por los muertos puede trocar rápidamente en desaliento por los vivos. Es cierto que estamos ambos, vivos y muertos -así como jóvenes y viejos-, conectados funcionalmente, y hay un umbral de indistinción relativa donde no todo se distribuye según los rasgos característicos; de este modo, podemos encontrar tanto juventud en los viejos como vida en los muertos, y viceversa. Igual, no deja de sorprenderme que esta operación no se especifique, en nombre de no sé qué tipo de idealizaciones. Y cuando esta operación no se especifica, es decir, no se asume singularmente, se producen dos posiciones típicas antagónicas: i) la de los cultores melancólicos de lo sagrado (lugares, nombres, procedimientos rituales) y ii) la de los cultores maníacos de lo profano (actualidad, renovación, improvisación); también podría decirse: memoria versus olvido, pasado versus futuro, idolatría versus iconoclastía. El pensamiento filosófico vivo, en cambio, activa lo uno en lo otro generando a partir de su indistinción relativa un espacio-tiempo nuevo y múltiple a la vez. Dicha operación define, para mí, lo que llamaré -antes que post- el ser hiperfundamentalista. Y la concepción de la cultura que conlleva se asume, así, más del cultivo en el detritus que del culto en lo impoluto.
¿Qué es ser hiperfundamentalista entonces? Pues bien, es asumir la falta de fundamentos últimos o primeros hasta sus consecuencias más extremas, al punto de exceder los mismos extremos y volverse indiscernible para las valoraciones típicas, tanto de extremistas como de normalizadores; en tanto no se cae en el relativismo antifundacional que o bien reniega demasiado ostensiblemente del fundamento, aunque afirmando de hecho el equivalente universal (lógica del valor o del capital), o bien convoca con nostalgia el retorno -de los dioses- de otros tiempos y las ontologías negativas; como tampoco se cae en la banalidad  de esgrimir los fundamentos racionales típicos de los especialistas. El hiperfundamentalista radicaliza la crisis del fundamento hasta el punto de volverla inoperante, encontrando fundamentos por doquier, en cualquier lugar o nombre, en tanto se escinda del todo y se afirme como parte suplementaria; precisamente de eso va la cualquieridad -en cuestión- de lo hallado en forma contingente. La rigurosidad o la necesidad, en cambio, es lo que de allí se sigue y trama; no estaba antes, ni nada ni nadie garantiza que se (re)encuentre luego.
Ahora bien, si hablamos de un sujeto en cuestión(amiento), hay que problematizar su estatuto, explicitarlo. Pues si hay formas muy evidentes de hablar de uno mismo, por ejemplo cuando se dice ‘porque yo tal cosa’, ‘a mí me pasó x’, ‘yo pienso, luego existo’, etc., también hay otras formas más sutiles en las que quien habla puede llegar al extremo de preguntar-se ‘¿quién habla?’ o ‘¿qué importa quién habla?’, y responder-se ‘hay un se [on en francés] impersonal’, ‘habla el ser, o el lenguaje, o el ser del lenguaje’, ‘habla el inconsciente, las estructuras, el goce’. Bueno, hay formas tan extremas de hablar, de decir, de preguntar (i.e., ‘la historia de la metafísica’) que uno bien podría preguntarse: ¿pero esto tiene que ver con uno mismo o es ya otra cosa? Hay cuestiones que son irreversibles, no puedo saber si en algún momento histórico -quizás en mi infancia, o en la Grecia antigua, o en la gran caverna- el que hablaba se diluía en el relato al punto de que no importara en absoluto, pero de un tiempo a esta parte no puedo dejar de pensar que, por más sofisticado o cautivante que sea ese relato, el que habla es un ser mortal, histórico, falible y sexuado, por ende con aciertos y desaciertos, y que cuenta tanto como lo que cuenta (sobre todo el modo en que allí se des-cuenta). Eso es lo más interesante del asunto, de escuchar, o de leer.
Es cierto, también, que hay una parte infantil en quienes pretendiendo haber superado su infancia, y su creencia absoluta en el relato, se dedican a escudriñar sólo las faltas e inconsistencias del mismo (del Otro), como esperando que advenga allí, de una vez por todas -anhelando en secreto-, el cuento definitivo (el Otro del Otro). Mientras que quienes no nos lo creemos en absoluto jugamos, en cierta forma, sobre las posibilidades que abren esas inconsistencias relativas (el Otro tachado). Quizás la verdadera adultez resida en asumir la propia infancia en lo que ésta tiene de juego irreductible, al inventar sobre las fallas y aperturas del Otro. Este juego de lecto-escritura puede devenir así lo que se llama filosofía; que re-comienza, cada vez, con un acto o un pase.
Por eso, si el pase de Badiou es el de un ‘platonismo de lo múltiple’, como él mismo dice, cuya figura oximorónica aparece desplegada minuciosamente en sus principales libros (El ser y el acontecimiento, Breve tratado de ontología transitoria, Lógicas de los mundos, etc.), el mío sea quizás un pase forzado, escrito parcialmente, entre esta filosofía sistemática y el estilo antifilosófico de Lacan (Seminarios y Escritos): un anudamiento alternado y solidario de condiciones y discursos, en sus impasses locales y resoluciones composibilitantes, cuya naturaleza puede decirse “transpolítica”. (La escritura de mi tesis de filosofía, debo decir, no ha versado tanto sobre Badiou y Lacan, ni ha intentado siquiera demostrar -encadenar- o amplificar -comprender- nada, sino mostrar el nudo impropio en que un sujeto se constituye al de-suponerlo de todo saber. Y si acaso fundara una escuela filosófica, en consecuencia, sería un poco más exigente que Platón, pues pondría un cartel que diga ‘que no entre aquí quien no sepa contar -inmanentemente- hasta cuatro’.) Dicha escritura se juega -he allí su máximo riesgo, según Benjamin- al conectar entre sí heterogeneidades irreductibles.

II.
Es posible analizar así el desnivel, la dislocación o el décalage entre dos tópicos heterogéneos (en el sentido que, según remarca Milner, acontece en el matema lacaniano: cross-cap y fórmulas de la sexuación), por ejemplo entre el plano óntico y ontológico (Heidegger), fenoménico y nouménico (Kant), determinante y dominante (Althusser), ser y acontecimiento (Badiou), a partir de la brecha de paralaje, tal como lo hace Zizek; pero enfatizando más bien la idea de sutura parcial o conexión translegal de los planos discursivos que nos permiten leer ciertas figuras topológicas no orientables: banda de Möebius o botella de Klein. Si pensamos la estructura en que nos encontramos (llamémosle caverna, lenguaje, ideología, realidad o mundo) como una banda de Möebius, por ejemplo, apreciaremos inmediatamente que hay dos sentidos contrapuestos: uno que da la vuelta completa y muestra la continuidad; otro, más corto, que da la ilusión de que cruzando el borde de la banda hay justamente otro lado. Así podemos entender cómo es posible que haya dos lados que en verdad son uno, pero que a veces nos parezca ‘a todas luces evidente’ (efecto ideológico por excelencia) que son dos. Se ponen en conexión dos lados (banda de Moebius), o un adentro y un afuera (botella de Klein), y se sostiene la torsión, el pliegue o el quiasma entre ellos, es decir, no se homogenizan ni se mezclan. La clave está en el corte. La operación de corte y sutura de estas superficies topológicas, tal como la expone Lacan en L’étourdit, nos permite verificar la ambigüedad de la estructura. A raíz de esto se puede formular la siguiente pregunta: ¿Pueden ser los conceptos filosóficos también operaciones topológicas de corte efectuadas sobre superficies discursivas? Pues el concepto, afirmo, se forma justamente en esa conexión inédita entre dos superficies heterogéneas, posibilitada por un corte singular. En tanto se sostienen la heterogeneidad e irreductibilidad de ambos planos, sin reducirlos o mezclarlos indistintamente, la conexión da cuenta del pasaje inédito entre uno y otro: doble inversión (i.e. finito/infinito, consciente/inconsciente).
El concepto en filosofía es real y material porque se produce en el cruce efectivo de distintos modos históricos de pensamiento (‘procedimientos genéricos de verdad’, les llama Badiou). Se evita así tanto el idealismo subjetivista del sabio filósofo que crea a capricho un lenguaje propio, como también la postulación de una estructura de estructuras impersonal (metalenguaje) que explica toda producción reduciéndola a una lógica o término clave (científico, político, estético, etc.). En un caso y en otro el concepto de sujeto, afirmado o rechazado, es el mismo: el sujeto voluntario y consciente. En el primer caso se trata del sujeto constituyente que decide cuándo y cómo intervenir sobre una realidad previamente constituida. En el segundo caso el sujeto es definido en cambio como una mera posición impersonal, en un campo estructural que se despliega por sí mismo y lo determina. El concepto de sujeto que pensamos junto a Badiou y Lacan decide pero lo hace sobre y desde lo indecidible, implicado allí mismo aunque no determinado, en relación a lo indiscernible de un lenguaje o saber; es decir, al borde histórico de lo infundado, en sitios donde se produce un impasse o una aporía, una hiancia o una falla. En este sentido la decisión es histórica, pero ésta no es considerada un devenir autónomo, sino en múltiples temporalidades que pueden encontrarse o no. La intervención filosófica apunta a disponer posibles encuentros y a facilitar cruces de conceptos y modos de intervención o producción; para ello debe incidir sobre repliegues o subordinaciones; escindir círculos o tautologías; señalar aporías y tomar decisiones de pensamiento, tesis o formulaciones.
El ejemplo clásico más próximo quizás lo sea la lectura sintomal que aplica Althusser a la obra de Marx: señala dos espacios vacíos en la frase formulada por la economía política clásica presentada como completa (“El valor de…trabajo es igual al valor de los medios de subsistencia necesarios para el mantenimiento y la reproducción de…trabajo”), así introduce el concepto que escinde la circularidad sintomática: fuerza de trabajo. Lo más importante en dicho proceder es formar una malla entretejida de conceptos cuya materialidad consista en puntos de cruce efectivos y no en una sustancia inmanente o en punto de referencia exterior. Y sobre todo, donde se impida el predominio o subordinación absoluta o jerárquica de un modo de producción por sobre otro(s). A partir de esta lectura marxista althusseriana es posible pensar (quizás por sus múltiples metáforas al respecto) el materialismo dialéctico en términos topográficos, casi como si se tratara de los mismos desplazamientos de las placas tectónicas terrestres; donde cada praxis, en lugar de situarse como momento o parte de un saber absoluto, deviene más bien, por solapamientos y superposiciones parciales, suplementación de otra a la que el forzamiento marxista permite articular nuevos conceptos, invisibles desde la permanencia en un sólo campo o lugar. Por ejemplo, los mutuos atravesamientos de las miradas económico-políticas, filosófico-ideológicas y político-sociales. Ni socialismo utópico, ni economía clásica o filosofía idealista burguesa, Marx logra ver las fisuras de unas y otras a partir de suplementaciones y cambios de terrenos.
Afirmo que, con Badiou, la filosofía en tanto materialismo nodal no hace más que multiplicar estos movimientos, desplazamientos y suplementaciones. A diferencia de una suma ecléctica, hay que disponer de cierta sensibilidad para encontrar puntos de corte y atravesamientos productivos (‘volver lo sensible en una relación no sensible consigo mismo, eso es lo inteligible’). No es simplemente enriquecer, por acumulación, la mirada económica con la sensibilidad social, o la rigurosidad matemática con la sensibilidad artística, pues el mismo atravesamiento y contaminación entre distintos planos discursivos descompone el campo instituido (al menos en su constitución normal) y permite hacer visible lo invisibilizado en ese campo, los puntos de falla e inconsistencias obliteradas. En fin, se visibilizan los hilos de la trama discursiva que sostiene la precaria realidad en que vivimos.
En el caso de Badiou, el espacio topológico de composibilidad se da “entre” procedimientos, y el sujeto filosófico –afirmo a riesgo propio- es la operación por la cual y en la cual éste, a su vez, se constituye. El sujeto filosófico no constituye así una suerte de innombrable o impensado propio de Badiou; se halla implícito en su Obra pero no al modo de un contenido latente sino en el trabajo mismo de producción conceptual. Se esclarece este proceder a partir de la lectura que hace Zizek de Freud y Marx al comienzo de El sublime objeto de la ideología: lo que importa no es distinguir lo manifiesto de lo latente sino por medio de qué mecanismos (i.e. condensación, desplazamiento, etc.) uno deviene otro. También se entiende cómo Althusser concebía que la filosofía marxista se hallaba “en estado práctico” en El Capital (aunque más que “estado” habría que decir en “proceso” de producción teórica). Al “entre” en Badiou lo podemos hacer emerger a partir de la confrontación, por un lado, con aquellas lecturas reductivas que aplanan y homogenizan el complejo espacio discursivo filosófico, y por otro lado con aquellas lecturas que, al contrario, lo amplifican y así hacen visibles, en convergencias impensadas, otras aristas y otros pliegues.
Así, al menos, es como concibo por mi parte el trabajo filosófico; que comenzó en una tesis sobre el concepto de sujeto en dos autores principales: Badiou y Lacan, y ahora prosigue con otros autores y nudos conceptuales.


Roque Farrán

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