jueves, 2 de febrero de 2012

El hombre nuevo

Pienso hoy el hombre nuevo no como un producto terminado (esencialmente), ni siquiera de-terminado (en el doble sentido de: voluntad y sujeción) por instancias que lo trascienden, o sencillamente in-determinado (el hombre sin atributos, el relativista: 'me da lo mismo cualquier cosa'); lo pienso más bien como proceso, abierto, múltiple y complejo; lo pienso, así, sobre-determinado por una serie de prácticas irreductibles entre sí, que se hallan en tensión articulada y se exceden mutuamente. Prácticas que escasamente se coordinan y/o armonizan.

La sobredeterminación no es una determinación múltiple ni una co-determinación dual; es un nudo solidario de al menos tres componentes a los que les basta con que uno de ellos no se sostenga para que el conjunto entramado se desarme. El hombre nuevo se hace en las brechas e intersticios de la estructuras prevalentes, anundando entre ellas una doble heterogeneidad: la que disponen las verdades, como procesos genéricos que horadan los saberes y lenguajes legitimados, y la que presentan las mismas verdades entre sí. Tiempo único.

El hombre nuevo no se aferra a ninguna verdad particular, ni a un lugar, ni a un nombre privilegiado; no es dogmático. Pero tampoco circula livianamente por todos lados, cual frugal cosmopolita, probando un poco de todo; su trayecto es eminentemente singular. Es axiomático. Y más. El hombre nuevo es el hombre-nudo, así de frágil es su fortaleza, su consistencia genérica tramada en la reduplicación de al menos tres cruces alternados.

¿Ustedes -camaradas, compañeros, hermanos- se dan cuenta (se cuentan así)? Entre el vacío lógico del nombre propio, el vacío ontológico que dispone el ser de cualquier situación, y el vacío de una imagen adecuada a semejantes procesos de vacuidad, entre esa triple distancia tomada, algo sutilmente se compone, toma cuerpo, nombre, materia. Estoy hablando del nudo que teje cualquier existencia en tanto que cualquiera.

Pues ahora es así: todo es múltiple. Hay múltiples exigencias, múltiples censores, múltiples moralistas, múltiples estructuras jerárquicas. La ruptura con la lógica del uno (reductio ad unum), de la autoridad, del canon, del padre, exige entonces una potenciación extrema, una ruptura de rupturas, una fidelidad de fidelidades, una apuesta a que hay apuestas, un devenir múltiple de lo múltiple. En fin, un pensamiento o una praxis de segundo grado, que abre tanto al poder-ser como al poder-no-ser; y no es meramente agresiva, es más bien trans(a)gresiva. Para ello hay que hacer que las exigencias, los padres, las valoraciones, los cánones, las cuentas, se anulen entre sí, se interrumpan mutuamente. Para ello hay que anudar por otros lados, por otras partes, anómalas, potenciadoras, imprevistas.

Porque no es que pasamos simplemente, así como así, de la lógica cerrada del uno a la proliferación espontánea de lo múltiple; antes hay una estructura compleja que se abre sólo en la potenciación imprevista del segundo grado aludido, y es ella la que habilita que lo múltiple no se reduzca de nuevo a lo uno.

Mi tesis entonces es que la mayoría de nosotros no pasa habitualmente del 1° grado, en términos de un pensamiento materialista estricto, por más doctorados que se haga, idiomas que se hable o reconocimientos que se reciba (engrosamientos del cv). No obstante, no creo que haya que ser un genio o producir algún invento que conmocione a la humanidad para pasar a 2° grado; aunque tampoco se trate de una posición que se conquiste definitivamente y, además, nada garantiza que no haya retrocesos. Al segundo grado de pensamiento se accede en cualquier juego de lenguaje -hasta el más nimio- en tanto se capta la imposibilidad de metalenguaje y lo que hace sus veces de sustituto: un agujero recubierto por diversos semblantes (voz, mirada, etc.).

No basta con hablar de psicoanálisis, o llegado el caso, de metafísica y de los conceptos altamente especulativos asociados a esos discursos; hay que hallar la falla singular que nos causa a hablar -en tanto somos seres hablantes- en el seno del discurso, cual sea, por nuestros propios medios. Ahí se abre la verdadera potencia, que no versa sobre contenidos o lenguajes-objetos, sino sobre el objeto mismo, la pérdida o agujero, sin garantías de significación o deslumbramiento.

Ser materialista, en el sentido arriba aludido, no implica volverse sobre objetos o prácticas concretas que otros realizan o disponen, menos aún volverse sobre uno mismo para encontrar la quintaesencia de la cosa del pensamiento; sino, simplemente, encontrar y operar en y desde umbrales de indiscernibilidad de prácticas y discursos, de objetos y pensamientos, allí donde no hay garantías, no hay significaciones establecidas, ni dominios de saber.

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