Siempre insistía sobre lo mismo: hay que hacer lo que no se puede no hacer. Qué raro formulás tu imperativo categórico, le recriminaban sus amigos. Por qué no decís directamente las cosas como son, positivamente, y no con doble negación. Por qué no decís de una vez por todas: ¡hay que hacer lo que hay que hacer!, como buen cristiano, trabajador y honrado. Parecía, a primera vista, ofuscarse mucho con ese tipo de correcciones tan lógicas y morales al mismo tiempo, pero, por otra parte, no podía tomarse demasiado en serio, no digamos ya a sus amigos, sino sus buenas y correctas intenciones, incluidas las suyas. Es que las intenciones son pura risa, cualquiera puede corroborarlo, basta con acogerlas un buen tramo para terminar haciendo todo lo contrario en la primera de cambio. Por eso las intenciones, las buenas y las malas, son aún menos preocupantes que las lógicas y morales que las subtienden. Siempre insistía sobre lo mismo.
Lo que no se puede dejar de hacer ¿qué es? En cada caso lo he visto aparecer y desvanecerse sin previo aviso, pero lo que más me ha sorprendido, recurrentemente debo decir, es la extraña capacidad que tiene de sostenerse bajo el cambio. ¿Qué raro, no? Así (a)parece. Una danza increíble, danza de interrupciones me pareció oír en su momento. ¿Podría haber algo más extraño, más unheimlich, que encontrar de golpe y porrazo la medida común de lo irreductible?
Sobre la danza de interrupciones que (re)comienza su materialidad anudada se pronuncia. Cuando la palabra empezaba a desplegarse ya pronto encontraba la forma que la interrumpía y le daba así su contrapunto y entonación. ¿De qué estaba hablando? ¿Hacía falta aclarar la referencia a cada paso? ¿No escribimos para evitar tal pesadez o, más bien, para circunscribirla en doblez?
Dense cuenta, dense cuenta: ¡Cuéntense! Es posible hacerlo de manera tal de dejar su justo lugar al otro cuando se pronuncia a su debido tiempo. La poesía -que es otra forma de decir: la palabra- se inventa a cada paso, cuando alguien gira en redondo abriendo el círculo, una y otra vez, al constatarse su falta en el movimiento mismo del vaivén. En el movimiento mismo del vaivén: la pulsación. Eso decía, me decían las musas inspiradas: dejadme respirar un poco; y entre tantas letras apretujadas parecía resonar una pequeña vocecita que decía al son: eso mismo. Como si se tratara de aprender a hablar de nuevo: se repetía lentamente cada palabra, deletreando cada sílaba, cada letra. Era posible virar así el sentido a cada paso, en acuerdo con el imprevisto encuentro ¿De qué? ¿Cabe decir aquí en este breve espacio menor que el mínimo disponible?
Vení, vení, te voy a contar algo. Te decía mientras humedecidas lágrimas caían por los surcos de tu cara. ¿Por qué es tan difícil hablar cuando las palabras se cuelan por todas partes, partiendo de aquí y de allá y de ninguna parte, o partiendo simplemente la cara, el rostro, el rastro, los surcos surcados por la lógica más espuria, por cualquier cosa? Quería contarte algo, decirte tan sólo, solo así, como estoy ahora, desnudo de palabras, apenas jirones de lo que ha sido, así quería contarte y contarme, entre otras cosas, algunas huellas que han dejado al pasar las cosas, los otros, los nombres. Los otros siempre otros, inexorables en su otredad; y yo aquí con mi pesadez sobrepuesta intentando desplazarme brevemente para no gritar tan de repente, porque me inunda el grito, que viene así de golpe hacia la garganta, se atora/explota, o no; pero he querido contarte algo más, desviar el trazo inoportunamente ya sin nada, sin reparos ni maldiciones, así sin más, o con el más superpuesto, encarnado en la palabra misma que ahora recorre los poros, ya no surcos, los poros de la piel, del cuerpo de letras, atravesando los pliegues, yendo, viniendo, pasando. Eso.
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