Era puro silencio el olvido,
y luego ese basural,
muro impenetrable, otra vez
el olvido.
Yo no soy nadie, aún menos que nada, no existo más que en estas pequeñas letras in-significantes, en el débil pulso que traza no sé qué puro silencio y a veces, las más, balbuceos. Yo no soy nadie, nadie para decirlo, nadie para negarlo, apenas me constato. ¿Es posible escribir después de muerto?
Supongamos que una distancia se va cubriendo de a poco, que ya nada queda por decir, que es el final de los tiempos, de todos los tiempos con-jugados, habidos y por haber. Supongamos que se agotó hasta la urgencia, que esto no es más que un pequeño lapsus de sobre-vida prestada por azar, que en cualquier momento acabará. ¿Qué hacer ahora con el tiempo incierto, con el límite espacial? ¿Qué hacer con las vagas ideas y las pocas cosas que restan? ¿Qué hacer? Ya no hay aire, no hay agua, el mundo está quebrado y yo muerto. Desde mi tumba escribo las últimas letras, que arrojo como un par de dados al vacío.
Entrando entre tanto a la palabra uno se pierde, ya no piensa, ya no, pero discurre sin embargo, sin cesar, aunque algo lo embargue a uno de vez en cuando en pleno vacío, pues algo calla y al hacerlo deja escapar su aullido. Pero nada de pre-tensiones para quien inintencionadamente tensa sus palabras con hilos de otros que se cortan en dos, en tres, en mil partes. Las partes se parten y reparten entre sí, se ordenan y desmultiplican, mientras los días incumplidos esperan su próxima cuenta. Entrar al relato, entonces, es ser tomado por palabras pasajeras (sin destino) en mundos disformes, heterotópicos, eso es.
Escuchen aquí la máxima, voy a decirles que en este no-lugar, menor que el mínimo, se escribe la historia. Aquí, en medio del vacío, del más puro centro de nada, aquí mismo donde me pierdo y me hallo, donde ya no persisto más que suponiendo algún ustedes. Ustedes que leen al tiempo que intento escribirles algo que carece por completo de sentido, por falta, por exceso, por su recupero siempre difícil de asegurar. Allí me pierdo, no evito nada, lo menos que puedo, y trepo con sigilo, con desgano, luego salto. Es un errar obstinado, a veces impredecible, a veces monótono, a veces increpante, no lo sé. No importa ya, no hay quién sepa qué, aún previendo que ese paso fue dado un millón de veces nadie asegura la millonésima primera vez.
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