domingo, 24 de junio de 2012

El brillo opaco de la filosofía

Escribir que nunca había habido nada que valiera la pena escribir y que eso solo justificaba el hacerlo después de haber cambiado la modalidad del acto por el cual se lo emprendía, sin más, sin fin.

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El paradigma de toda praxis es la lectura: se leen la realidad, la naturaleza o la cultura, como se leen libros. La dificultad reside en entender que leer libros no es simple cuestión de poner los ojos sobre las páginas y pasarlas una por una, ni siquiera lo es esa forma atenta de lectura que puede consistir en un ejercicio de traducción, o incluso esas otras formas dispares como lo son el brindar una clase, un seminario, hacer una reseña o una crítica. Leer implica ante todo resultar modificado, afectado, trastocado y ponerse a hacer algo con eso, algo que puede no resultar notorio pero que a su vez se da(rá) a leer. Claro, estoy hablando de modos de lectura-praxis que nada tienen que ver con los medios de comunicación, el marketing o la alharaca. Estoy hablando de modos de lectura-praxis que se transmiten silenciosamente.

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Hubo un tiempo que fue hermoso y fue libre de verdad, también para la filosofía, pues se trataba de mostrar los engaños que se proyectaban como sombras en las cavernas o, más tarde, detrás de los telones, de las falsas conciencias ideológicas, de los medios de masas, etc. Los filósofos, o sus sustitutos iluminadores, se contentaban entonces con mostrar el detrás de escena, la verdad profunda o alta, o incluso la banalidad del mal. Hace tiempo que todo eso ha caducado, es irreversible, pues la verdad de los relatos se da en el medio mismo -medialidad sin fines-, en topologías tan complejas como superficiales, y el disfrute anónimo de tales lecturas sigue quedando a cuenta de ensayos anónimos, singulares, e inapropiables por el sentido liso y llano. ¡Ya nadie nos iluminará ni oscurecerá jamás, amigos míos, vivimos y morimos en un juego de luces y sombras! ¡Vamos a brillar, vamos a brillar mi amor!

martes, 19 de junio de 2012

Claves

Tres claves de lectura: una ideológica, una filosófica, una histórica.

Ideológica. Les voy a dar la fórmula clave para cuestionar este sistema de raíz, para que se constituya de una vez por todas una práctica sistemática que lo socave definitivamente. Es muy simple, no voy a escribir Das Kapital, ni voy a proponer vivir en el campo o fundar una nueva religión, nada de eso. Primero, porque ya se intentó y fracasó. Segundo, porque pienso fracasar mejor. No hay prioridad de lo infraestrucutral sobre lo superestructural, de lo económico sobre lo cultural, o de lo genético sobre lo psicológico, etc. Ni viceversa. Todo se sostiene, en diversos niveles de complejidad, de la misma fórmula fetichista: "sabemos muy bien que tal cosa no es cierta, pero otros menos vivos que nosotros no se darán cuenta de eso y actuarán en consecuencia, ergo haremos como si creyéramos en eso". Todas las circularidades humanas, desde las especulaciones en la bolsa hasta la más insignificante presentación de libros, funciona con esta lógica de la valoración y sostiene la reproducción del sistema. No hace falta saber demasiado, pues sólo esa forma de saber que constituye la subjetividad contemporánea sostiene el embuste. Basta con que cada quien empiece a dejar de orientarse primordialmente de ese modo, y comience a escindir los círculos de valoración en cada práctica cotidiana, en cada decisión sobre dónde ir o no, a qué apostar y a qué no, para que todo se desmorone. Prueben.

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Filosófica. En relación al día del padre estoy releyendo el prólogo que hace Badiou a su Breve Tratado de Ontología Transitoria. Allí se despacha con los dioses, figuras trascendentes del padre, si las hay. Son tres los dioses a los que hay que dar muerte definitiva para ser un auténtico ateo en la actualidad, dice AB: el 1) dios-vivo de la religión, 2) el dios-muerto de la metafísica, 3) el dios-sentido de la poesía. Yo pienso que siempre que uno se molesta con algo de los otros, primero debe hacerse cargo de lo suyo propio, esa parte molesta que deposita en los demás. Así que me hago cargo de un cuarto dios que me he dado cuenta, hace poco, está implícito en Badiou y de cuya creencia participo en alguna medida: es el dios de la técnica. Pero no es tanto el de la técnica científica, ampliamente tratado por diversos autores, sino el de cierto virtuosismo desplegado en cualquier orden de la praxis (artística, científica, filosófica, política, amorosa, etc.), al cual uno le prende las velas y le reza sus avemarías; ese es definitivamente el dios que hay que destronar, además de los ya mencionados, en caso que no se lo haya hecho aún. Es cierto, no obstante, que desde cierta exterioridad la operación que están produciendo otros puede parecer indeseable, monótona y hasta baladí -un poco en esa línea iba la célebre frase que le arrojaba Lacan a los estudiantes de mayo del 68: quieren un nuevo Amo y lo tendrán (en relación a que toda destitución puede llamar a otro Amo, más terrible aún)- pero aplicarse a la deconstrucción de un principio trascendente, la crítica de una mistificación religiosa o poética, o aún, a visibilizar alguna otra forma solapada de sostener privilegios que obturan la proliferación de prácticas inventivas, es sólo una práctica, entre otras, la denominada práctica filosófica; y nadie está obligado a implicarse en semejante tarea, ni mucho menos a caerle simpáticas las proposiciones que de ella se desprenden.

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Histórica. Y para concluir les doy otra clave de lectura, ciudadanos y ciudadanas del mundo en descomposición, que se basa en la lógica de la interrupción: no sólo el estado de excepción ha sido primero excepcional y luego ha devenido la regla (1º interrupción), sino que su asunción efectiva, siempre anhelada por los movimientos revolucionarios, ya también ha acaecido (2º interrupción). Hoy, estamos girando en torno a una tercera modalidad de interrupción, y se trata entonces de coordinar esas tres interrupciones históricas en una simultaneidad inédita, anudada, donde la lógica de la normatividad jurídica y del sentido sea interrumpida por la institución soberana de la ley simbólica; y ésta, a su vez, sea interrumpida por lo real de múltiples procedimientos sustractivos a ley; y donde, otra vez, esta misma primacía de lo real sea interrumpida por la proliferación de lo imaginario y sus múltiples ficciones anudantes. No me hablen de economía o de religión, una clave que dice que no hay clave sino múltiples interrupciones, alternadas, responde al dictum lacaniano: no hay metalenguaje. Hay nudos de lo real, lo simbólico y lo imaginario.

Histórico bis (o Histórico filosófica). Amplío un poco más el relato. Giorgio Agamben nos cuenta un cuentito: Benjamin quería hacer de la violencia revolucionaria algo inapropiable por el poder -tanto el que instaura como el que conserva el derecho-, entonces Schmitt propone el Estado de excepción como un modo de apropiarse de esa violencia anómica, extraña al derecho, vía su suspensión; luego, en su octava tesis sobre el concepto de historia, Walter se la mandará a guardar a Carl al afirmar que el estado de excepción ha devenido la regla, que es lo mismo que decir que es de una imbecilidad insuperable, por lo que no queda otra que abolirlo con la excepción efectiva, otra vez: violencia divina. Walter se suicida o lo suicidan; lo demás es historia conocida: nazis, exterminios, declaraciones de los derechos del hombre, etc. Hasta el día de hoy todavía hay imbéciles que quieren hacer valer el derecho de la persona por sobre todas las violencias que nos constituyen. A toda esa serie de violencias circulares y sus respectivas interrupciones, me gustaría añadirle una tercera: si el Estado de excepción es la interrupción de la circularidad jurídica (simbólico sobre lo imaginario) y la violencia revolucionaria es la interrupción de esa interrupción circular que ha devenido la regla (real sobre lo simbólico), entonces existe la posibilidad de interrumpir a su vez ésta última, con lo que llamaré la violencia ficcional filosófica (Badiou le llama compossibilité), esto es lo imaginario sobre lo real de los procedimientos mesiánicos y sus temporalidades inesperadas; ficciones conceptuales anudantes que sostienen los círculos y sus mutuas interrupciones (Lacan le llamaba noeud borroméen). Este nuevo tipo de violencia ya no depende de un saber jurídico o teológico-político, ni siquiera de esos saberes irregulares y más o menos subterráneos que se dan a la par de aquéllos otros, sino de captar los diversos puntos de interrupción y anudarlos conceptualmente cual si se tratara de un trenzado. ¿Todo para qué? Para que no primen esas violencias específicas que, por otra parte, es imposible anular. No hay saber absoluto pero tampoco hay dispersión absoluta, hay nudos de poder.

martes, 12 de junio de 2012

Del mundo, grande y pequeño

Una profunda insatisfacción recorre el mundo. Es como si el cuerpo político se encontrara en avanzada descomposición y apenas, cada tanto, hubiera algunos chispazos momentáneos de entusiasmo ante cada consumación anticipada del mismo. No hay continuidad, ni fidelidad, ni trabajo efectivo en las conexiones efímeras. Aún. Por otra parte, veo como un síntoma de su disolución definitiva el resurgimiento de sistemas y otros anacronismos. No es mera negatividad lo que postulo; me interesa interrogar otra forma de pensar y de afectar que no responda a lo viejo y sus valoraciones, a lo sintomático, porque es evidente que eso nos está matando, y no alcanza con meras reacomodaciones. Es necesario un saber-hacer-allí de otro modo.

‎"Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo", dice Galeano. El asunto está en que esas pequeñeces se reconozcan a la distancia, se hagan señas y se junten, y, sobre todo, hagan caso omiso del sistema de valoraciones que las quiere pequeñas y distantes; en fin, que transvaloren los valores de la grandeza y la pequeñez. El problema está en que puede suceder que, en un momento dado, los pequeños duden de su pequeñez pero, aun así, sigan creyendo en la de los otros, obstinados como están en su superación personal; con lo cual siguen sosteniendo el sistema de valoraciones que los deja ser chiquititos aspirando a la grandeza (en su competencia con otros).

domingo, 10 de junio de 2012

Interrupciones materialistas

Hablo, no importa qué; enseguida alguien me interrumpe para tomar la palabra (1º Acto); luego, a su vez, el que interrumpió es interrumpido por otro (2º Acto) para decir otra cosa, agregar o restar algo a lo dicho; por último, retomo el hilo de lo dicho, ahora enriquecido de nuevos quiebres y bifurcaciones (3º Acto), no importa qué se perdió entre tanto. Y todo vuelve a recomenzar desde la perspectiva de cada uno. Tres cruces, interrupciones y torsiones de lo dicho, reduplicadas, que podrían haber proseguido ad infinitum, dan cuenta del nudo solidario de un decir (en) común. ¿Cómo puede ser que del aparente caos surja un orden riguroso, mínimo, estricto, sin regulaciones trascendentales ni códigos preestablecidos, que se contenta en recomenzar siempre de nuevo?

La nueva rigurosidad de la que hablo aquí (o soy hablado, hablamos), esta nueva modalidad del saber agujereado en verdad (o de los saberes, de las prácticas, de las verdades), de la disposición del cuerpo político y de pensar el Común, es en realidad tan vieja y eterna como la vida misma en su impersonal potencia, sólo que se olvida recurrentemente (pues es necesario que así sea). No hay contradicciones entre quienes soportamos semejante decir; sólo desde la perspectiva de quienes se quedan sujetos a los contenidos semánticos reducidos de cada campo, aquéllas aparecen como insalvables.

Este es un pensamiento ontológico-político en curso: ¿por qué las interrupciones tendrían un valor positivo? ¿desde dónde podría ser evaluado? Imagino que la tendencia natural hacia el Uno unificante es la tendencia propia de cada fuerza de enunciación, la autofundación que no puede conducir más que al fracaso (su exacto reverso, lo que motiva ese movimiento es la falla, lo impropio); pero la interrupción entonces no se produce porque sí, no es caprichosa, interviene justo en el momento del farfulleo, retomando lo anterior (lo que habrá sido), el conjunto de elementos dispuestos justo antes del fracaso unificante. Y así sucede también con las otras interrupciones; suplen las fallas, las aprovechan para decir algo más que no va en el sentido de la unificación pero tampoco de la mera dispersión: va en el sentido de una orientación materialista bien concreta aunque heteromorfa.

Nadie quiere la igualdad, en un sentido totalizador y homogeneizante, pues cada quien lleva una forma de vida como puede -o en el peor de los casos: imagina otra-, que desea sostener y mejorar en su modalidad irreductible a tantas otras, esto es: en su estricta singularidad. Lo que se pide en cambio es que se abran las vías y posibiliten los medios de esos deseos heteróclitos. Otra cosa muy distinta son los idiotas que creen que las diferencias constituyen jerarquías de poder inmutables que confieren identidades sólidas. Como si todo fuera lo mismo y se jugara en el mismo plano, creen que toda posibilidad abierta para otro es ipso facto una privación de lo propio. ¡Cuando el deseo es lo más impropio! La igualdad no dispone de una fórmula aplicable 'para todo' caso, es una función genérica en la que cada quien se inscribe singularmente según la modalidad de su deseo.

martes, 5 de junio de 2012

En la ciudad (un espacio que falta)

Uno a veces puede decir ciertas cosas porque se encuentra un poco deslocalizado, fuera de foco, ni aquí ni allá, ni yendo ni volviendo; más bien en camino, en tránsito, atravesando y atravesado por múltiples vectores, dejándose afectar por lo que pasa en varios lados a la vez y ninguno en especial. Uno a veces dice así intempestivamente lo que emerge, al paso, sin preocuparse demasiado por las conveniencias, por los intereses particulares, por los delirios cósmicos. Pues es bien material ese decir en acto, con los restos más sutiles, menos especiales, más cualesquiera. Vaya entonces con el mismo tono aquí esgrimido este diagnóstico intempestivo.

Diagnóstico de situación: en la ciudad que hoy me toca vivir, Córdoba, hay un problema que calificaría de estrictamente 'moral', es decir de orientación en valores. O mejor: de la falta de una transvaloración efectiva de los valores preexistentes. Más acá de todos los desastres cotidianos que hacen a la planificación de la vida en la ciudad (tránsito, construcción, asaltos, represión, cultura, etc.), el asunto se agrava cuando se considera los subsistemas en dispersión. Mi hipótesis es que hay una secreta solidaridad, ignorada, entre lo sujetos que pertenecen a las instituciones más conservadoras y arcaicas (como la iglesia, el derecho, los colegios, las escuelas), con sus leyes, normas de conducta, doble moral, etc., y los que buscan el retiro acá nomás, en las sierras o el campo, con su diversidad de prácticas ecológicas, filosóficas, artísticas, espirituales, más o menos new age; pues en el medio queda la gente que se las arregla como puede, en la ciudad, con códigos y normas de conducta cada vez más difusos, pragmáticos, hasta llegar a lo ilícito e incluso mafioso. Por supuesto, también están los técnicos universitarios con sus preocupaciones en especializaciones, cargos y carreras. Acá, en soledad comunitaria, nos desagarramos, sin prácticas en común, sin espacios donde debatirnos y pensarnos en serio, como ciudad habitable. Es decir: los valores comunes no pueden dejarse en manos de férreas instituciones con doble moral; ni tampoco pueden negarse olímpicamente haciendo como si no existieran, para hacer valer lo propio (en el peor de los casos: devenido ultracósmico); ni tampoco, por supuesto, dejarse a la mera contingencia del cotidiano sobrevivir; hay que pensarlos en común, barajar y dar de nuevo, con toda la rigurosidad y flexibilidad que exigen los tiempos y situaciones actuales. Bueno, y si no, y si no habrá que irse.

viernes, 1 de junio de 2012

Breves líneas biográficas

Al principio yo pensaba, luego de tanto fantasma, que estaba deviniendo materialista, ahora me doy cuenta que en realidad me estoy materializando; de a poco voy cobrando cuerpo. Siento una fuerza singular que deseo compartir.

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Breve biografía. Nací en plena dictadura. Participé, antes de acceder a la conciencia -pero creo que eso la ayudó a despertar un poco-, de infinitas discusiones políticas sobre las más increíbles y acuciantes paradojas que afectaban a todo el espectro militante juvenil de izquierda -creo que eso me ayudó, en parte, a desistir de seguir haciéndolo luego que mi conciencia hubiera despertado-. Leí elaborados discursos políticos a temprana edad. Me preocupé por el terror político, y los desastres ecológicos, y las mentiras de la prensa a una edad demasiado temprana. Compartí mucho antes de tener. Fui punk mucho antes de vestirme de negro y hacerme la cresta. Aprendí a nadar con mis abuelos en la pileta Arco Iris de Río Ceballos. Me enamoré del olor a tierra húmeda de las sierras cordobesas (además siempre me enamoré, en piletas o sierras o bosques o mares). Aprendí karate para defenderme de los matones en la escuela; lo practiqué todos los días, varias horas al día, durante muchos años, hasta alcanzar una técnica que resultara admirable para los adultos. Luego abandoné, desistí, me olvide de todo. En ese largo proceso de elaborar las pérdidas, que algunos llaman -y fechan- duelo, recomencé. Hace poco retomé las principales líneas de fuerza que me constituyeron históricamente; pues no creo que haya algo así como un destino, ni tampoco que uno se haga a pura voluntad, pero hay cosas que te marcan a fuego y después sólo se trata de aprender a hacer con esas marcas. Nada más.

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Qué loco, reducido a mi soledad inextricable, muchas veces pienso en la nada que soy, existencialmente, y cierto malestar me invade; pero, al entrar en relación con otros y otras me doy cuenta que lo soy esencialmente, y eso me reconforta. Sé que para muchos el problema de la esencia y la existencia se dirime en ver o fijar o determinar cuál está antes o después, cuál arriba o abajo, cuál vale más o menos, etc. Para mí, en cambio, el problema se juega siempre en el medio, entre ellas, porque se dan juntas, entrelazadas; y entonces se trata de pasar, de hacerlas pasar, de subvertirlas, una y otra vez; de quebrar las referencias, los valores, los juicios; ni la nada (se) salva en la lógica de la subversión, de la transvaloración.

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Uno advierte, quizás porque se va volviendo viejo o porque fue un precursor de lo que advierte, que lo jóvenes de hoy vienen cada vez más despiertos: dominan cada vez más rápido y temprano los lenguajes de los adultos (filosóficos, musicales, estéticos, corporales, técnicos); quizás sea parte de nuestra cultura mediática de múltiples estímulos y desestructuración continua de las jerarquías y los fines, no lo sé. El asunto es que, a su vez, esta situación a primera vista tan propicia para la creación, produce algo impensado: una subordinación inmediata a esos mismos lenguajes y esquemas de valoración, que impide cualquier invención verdadera, cualquier ruptura y producción de lo singular. Paradójicamente, hoy más que nunca nos regulamos mutuamente -el sueño- para no excedernos de los parámetros de lo que es considerado bueno, bello y verdadero. Para no despertar. Claro, sabemos demasiado de la historicidad de esos parámetros, pues hemos leído todo lo necesario al respecto, pero eso no impide que actúen como si fueran eternos e incuestionables. O peor, repetimos como loros: 'son históricos y socialmente construidos', 'son históricos y socialmente construidos'. En fin, quizás no esté tan mal echarse a dormir una eternidad, después de haberse levantado tan temprano, ¡pero entonces no me jodan!