domingo, 10 de junio de 2012

Interrupciones materialistas

Hablo, no importa qué; enseguida alguien me interrumpe para tomar la palabra (1º Acto); luego, a su vez, el que interrumpió es interrumpido por otro (2º Acto) para decir otra cosa, agregar o restar algo a lo dicho; por último, retomo el hilo de lo dicho, ahora enriquecido de nuevos quiebres y bifurcaciones (3º Acto), no importa qué se perdió entre tanto. Y todo vuelve a recomenzar desde la perspectiva de cada uno. Tres cruces, interrupciones y torsiones de lo dicho, reduplicadas, que podrían haber proseguido ad infinitum, dan cuenta del nudo solidario de un decir (en) común. ¿Cómo puede ser que del aparente caos surja un orden riguroso, mínimo, estricto, sin regulaciones trascendentales ni códigos preestablecidos, que se contenta en recomenzar siempre de nuevo?

La nueva rigurosidad de la que hablo aquí (o soy hablado, hablamos), esta nueva modalidad del saber agujereado en verdad (o de los saberes, de las prácticas, de las verdades), de la disposición del cuerpo político y de pensar el Común, es en realidad tan vieja y eterna como la vida misma en su impersonal potencia, sólo que se olvida recurrentemente (pues es necesario que así sea). No hay contradicciones entre quienes soportamos semejante decir; sólo desde la perspectiva de quienes se quedan sujetos a los contenidos semánticos reducidos de cada campo, aquéllas aparecen como insalvables.

Este es un pensamiento ontológico-político en curso: ¿por qué las interrupciones tendrían un valor positivo? ¿desde dónde podría ser evaluado? Imagino que la tendencia natural hacia el Uno unificante es la tendencia propia de cada fuerza de enunciación, la autofundación que no puede conducir más que al fracaso (su exacto reverso, lo que motiva ese movimiento es la falla, lo impropio); pero la interrupción entonces no se produce porque sí, no es caprichosa, interviene justo en el momento del farfulleo, retomando lo anterior (lo que habrá sido), el conjunto de elementos dispuestos justo antes del fracaso unificante. Y así sucede también con las otras interrupciones; suplen las fallas, las aprovechan para decir algo más que no va en el sentido de la unificación pero tampoco de la mera dispersión: va en el sentido de una orientación materialista bien concreta aunque heteromorfa.

Nadie quiere la igualdad, en un sentido totalizador y homogeneizante, pues cada quien lleva una forma de vida como puede -o en el peor de los casos: imagina otra-, que desea sostener y mejorar en su modalidad irreductible a tantas otras, esto es: en su estricta singularidad. Lo que se pide en cambio es que se abran las vías y posibiliten los medios de esos deseos heteróclitos. Otra cosa muy distinta son los idiotas que creen que las diferencias constituyen jerarquías de poder inmutables que confieren identidades sólidas. Como si todo fuera lo mismo y se jugara en el mismo plano, creen que toda posibilidad abierta para otro es ipso facto una privación de lo propio. ¡Cuando el deseo es lo más impropio! La igualdad no dispone de una fórmula aplicable 'para todo' caso, es una función genérica en la que cada quien se inscribe singularmente según la modalidad de su deseo.

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