Agamben es sin duda un tipo lúcido, si no escuchen sus palabras diagnósticas acerca del malestar de nuestra época:
"Pues ciertamente no es un indicio de salud que una cultura esté tan obsesionada por los significantes de su propio pasado que prefiera exorcizarlos y mantenerlos con vida indefinidamente como "fantasmas" en lugar de sepultarlos, o que tenga tal temor a los significantes inestables del presente que no logra verlos sino como portadores del desorden y de la subversión. Esa exasperación y ese anquilosamiento de la función significante de las larvas y de los niños en nuestra cultura es un signo inequívoco de que el sistema binario se ha bloqueado y ya no puede garantizar el intercambio de los significantes en el que se funda su funcionamiento. Por ello cabe recordarles a los adultos, que se sirven de los fantasmas del pasado solo como espantajo para impedir que sus niños se vuelvan adultos y que se sirven de los niños solamente como coartada para su incapacidad para sepultar los fantasmas del pasado, que la regla fundamental del juego de la historia es que los significantes de la continuidad acepten intercambiarse con los de la discontinuidad y que la transmisión de la función significante es más importante que los significantes mismos." (Infancia e historia, p. 127)
No es casual que Pola Oloixarac comenzara su novela, Las teorías salvajes (que problematiza justamente la cuestión de la transmisión cultural), por uno de esos relatos de iniciación a los que hacía alusión Agamben, en donde los adultos difrazados de monstruos asustaban a los niños y luego su iniciación consistía en hacerles saber de esa misma ficción para que ellos pudieran continuar el juego (de transmisión cultural). Hoy, en cambio, nos azuzan con fantasmas nuestros "adultos mayores" por incapacidad de transmisión de la función significante. Eso mismo fue lo que me sublevó, en su momento, del intercambio epistolar en torno al debate "No matarás": puro agite de fantasmas sin transmisión política-significante alguna.
He aquí la carta que escribí en su momento.
Comentario sobre el testimonio de H. Jouvé, la carta de O. Del Barco y las demás cartas
Quisiera comenzar ―pues pienso alguna vez deberíamos hacerlo― por elaborar una lectura que se desprenda tanto de la gravedad del sentido en general como del peso insoportable en particular que destilan algunas de las expresiones vertidas en torno al testimonio de Héctor Jouvé. El peso ―que no es sólo moral― viene agravado por un paradigma de pensamiento y un modo de enunciación que ya no se sostienen; aún más, que se ha convertido en depósito en ruinas aunque algunos sigan creyendo que es una buena casa para habitar y debatir. En esta cita se condensa parte de la gravedad del asunto:
“Héctor Jouvé, el amigo sabio (por intensidad de vida) que cito al comienzo, durante dos números consecutivos de La Intemperie, nos ha relatado en una larga entrevista la experiencia, por momentos desoladora, por momentos desgarradora, siempre valiente, honesta, transparente, del EGP, el Ejército Guerrillero del Pueblo, la patrulla de Massetti y del Ché en Salta. Sus temas nos deberían haber convocados al diálogo, nos deberían haber exigido un ejercicio de pensamiento crítico. Cada palabra de Jouvé está cargada de temas que la izquierda debe asumir y reflexionar. Sin embargo, produce la reacción de Oscar del Barco, a quien tanto debemos precisamente en esos menesteres del ejercicio del pensamiento crítico, para plantear ahora desde un fundamentalismo místico, desde fuera del mundo, del tiempo, de la historia, pero recuperando la palabra como puñal, la exigencia de una suerte de “harakiri” previo, que cierra con su condena toda posibilidad de diálogo. No se puede, no hay posibilidades de diálogo, cuando lo que expresa no es un razonamiento, como él mismo lo reconoce, sino un acto de contrición, que es una experiencia personal e intransferible de un particular estado espiritual, respetable como acto humano, pero que además se lo exige con desbordada violencia verbal a todos los protagonistas y no sé por qué razones no reveladas en especial al poeta Juan Gelman. El relato de Jouvé hubiera merecido mejor destino. El tema central de la violencia en la teoría y en la práctica de la izquierda merecía un marco de análisis más sereno, menos retórico. Tengo esperanzas todavía que nos animemos”.
Habría que analizar ―ésta es la deuda heredada― la extrema dificultad para elaborar el duelo y extraer de este proceso algo minimamente transmisible y transferible de lo aprehendido en la experiencia política. Se nos plantea de este modo el desafío que entraña para el pensamiento articular la verdad de una situación que, en tanto real, es esencialmente insensata; pero aún así quizás sea más factible de ser transmitida desde un pensamiento ontológico matemático ―como el de Alain Badiou― que desde uno metafísico-religioso -como el de del Barco- dónde la búsqueda de un sentido genera una suerte de “guerra de interpretaciones”. Se plantea también la dificultad de los militantes y/o simpatizantes de izquierda de asumir la responsabilidad por la posición absolutamente singular ante la “pasión por lo real” que despertó el siglo XX; la dificultad de sentir algo de pudor ―o de expresarlo minimamente― ante el obsceno goce que había subido a escena en lugar de acentuar el sentimiento de culpa y extenderlo a un supuesto “nosotros” ―sujeto colectivo de enunciación― que ya no existe (y además, ¿alguna vez existió?). Dice Del Barco:
“Los otros mataban, pero los "nuestros" también mataban. Hay que denunciar con todas nuestras fuerzas el terrorismo de Estado, pero sin callar nuestro propio terrorismo. Así de dolorosa es lo que Gelman llama la "verdad" y la "justicia". Pero la verdad y la justicia deben ser para todos”.
Más que un “harakiri”, como le llama Rodeiro, el acto de contrición de del B. parece un sacrificio en masa pues en lugar de asumir la responsabilidad ante algunos otros ―pero en la asunción de la más absoluta soledad que entrañaría tal acto― busca extender y homogeneizar la culpa hacia las extensa multiplicidad de posiciones subjetivas implicadas. El problema fundamental radica en esta lógica del “para todos” por la cual se diluyen las diferencias reales (singulares) y los distintos modos de implicación. Si la carta de Oscar Del Barco se hubiera detenido en la expresión de sentido que entrañan las primeras líneas, quizás hubiera sido un verdadero acto de responsabilización (o contrición, como le llama él):
"Al leer la entrevista con Héctor Jouvé, cuya transcripción ustedes publican en los dos últimos números de La Intemperie, sentí algo que me conmovió, como si no hubiera transcurrido el tiempo, haciéndome tomar conciencia (muy tarde, es cierto) de la gravedad trágica de lo ocurrido durante la breve experiencia del movimiento que se autodenominó "ejército guerrillero del pueblo". Al leer cómo Jouvé relata suscinta y claramente el asesinato de Adolfo Rotblat (al que llamaban Pupi) y de Bernardo Groswald, tuve la sensación de que habían matado a mi hijo y que quien lloraba preguntando por qué, cómo y dónde lo habían matado, era yo mismo. En ese momento me di cuenta clara de que yo, por haber apoyado las actividades de ese grupo, era tan responsable como los que lo habían asesinado."
Sin embargo en las próximas líneas y hasta el final de la carta despliega una serie de razonamientos, entre ellos las famosa “teoría de los dos demonios”, que diluyen la responsabilidad sentida en múltiples otros (principalmente el poeta Juan Gelman). Dice Del Barco:
"Pero no se trata sólo de asumirme como responsable en general sino de asumirme como responsable de un asesinato de dos seres humanos que tienen nombre y apellido: todo ese grupo y todos los que de alguna manera lo apoyamos, ya sea desde dentro o desde fuera, somos responsables del asesinato del Pupi y de Bernardo."
En lugar de un verdadero acto de constrición parece más bien una verleugnung freudiana (denegación), “esto no es un razonamiento”, acto seguido escribe “Yo parto del principio del "no matar" y trato de sacar las conclusiones que ese principio implica”; por eso no llega al estatuto paradójico o contrafáctico (no genera el golpe del sinsentido que gestaría un “efecto de sentido”) que le atribuye Tatián.
Dice Tatián:
"¿Es posible sustraerse a la guerra de las interpretaciones –que es potencialmente infinita, por más que como en cualquier guerra haya vencedores y vencidos? ¿Hay manera de salir de la guerra? De la respuesta a esta pregunta –que no es epistemológica, ni tampoco solamente teórica- depende la posibilidad de producir una comprensión más extensa y más intensa de las implicancias que reviste actuar con otros y contra otros –eso que llamamos política. Tal vez ese tránsito ha comenzado, muy lentamente, a tener lugar. Si no me equivoco, la carta de Oscar del Barco –con idependencia de si acordamos o no con ella- se orienta en esa dirección. Otras cuestiones, tal vez indecidibles en lo profundo, son convocadas aquí ¿Es posible la transmisión en política? ¿Es posible la experiencia y una acumulación de la experiencia? ¿Afecta la voluntad de quienes repiten el anhelo de cambiar el mundo la palabra decantada y desencantada de los que la han malogrado –o la historia ha malogrado- y sólo disponen de su lucidez? Las respuestas no son obvias. Lo que se halla en juego es el problema del legado y su posibilidad. Ese legado, si es posible, deberá estar a la altura del deseo, la experiencia y la derrota de lo que tal vez haya sido la mayor y más extraordinaria voluntad de justicia vivida por la historia."
Cómo no evocar aquí, ante la riqueza de interrogantes que despliega la cita, el libro escrito por Alain Badiou El siglo, por ejemplo, en donde este autor expone mediante múltiples análisis la “pasión por lo real” de los militantes durante el siglo XX ―entre los cuales él mismo se cuenta― en los campos del arte, la política, la ciencia y el amor, y todo su intento de elaboración de un legado ―más allá de cualquier supuesta lucidez― que esté a la altura del deseo y además sea transmisible para algún “nosotros” incipiente (lo que vendría a ser lo mismo).
De cada carta, en respuesta más a Del Barco que a Jouvé, se pueden extraer elementos para pensar la política, y no sólo la que se dice de izquierda, sino la política como núcleo aporético donde falla lo social. De cada exposición es posible retomar elementos para el análisis del saber y de la praxis; no obstante la mayoría continúa inscribiéndose en un paradigma de pensamiento cuyas “mínimas diferencias” ya no reciben consistencia de lo real, y aparecen más bien como opiniones personales, más allá de las citas y los gestos (apoyo o amonestación).
Considero por tanto que para hablar seriamente de “la lucha armada” como práctica política, así como de cualquier otro tema de esta índole, es necesario reducir ―hasta el equívoco― la gravedad del sentido y de las significaciones estañadas, tanto históricas como metafísicas; es necesario poder establecer series paradójicas divergentes y convergentes donde los sentidos se inviertan, se dupliquen a partir de puntos móviles paradójicos (la lógica del sentido deleuziana, por caso). Pensar esas muertes como series de acontecimientos, y no sólo la muerte de los fusilados sino también las de la caída por el barranco, es decir, la muerte del compañero de Jouvé y su propia cuasi-muerte, de la cual lo que escribe Deleuze esclarece:
"Cada acontecimiento es como la muerte, doble e impersonal en su doble. [y citando a Blanchot] “Ella es el abismo del presente, el tiempo sin presente con el cual no tengo relación, aquello hacia lo cual no puedo arrojarme, porque en ella yo no me muero, soy burlado del poder de morir; en ella se muere, no se cesa ni se acaba de morir.”
En fin, mostrar como toda justificación a priori de la acción política no puede evitar engendrar sus propias contradicciones, es la “lógica del todo” llevada al extremo de su patetismo, al acting-out. Esas muertes, como acontecimientos, no son ni particulares ni generales, es decir, no corresponden a "algunos" ni a "todos" como pretende Del Barco; exigen, más bien, asumir el sinsentido inherente a la situación para producir alguna donación de sentido que extraiga de aquélla ―y que nombre― su verdad. Sería interesante pensar caso por caso, situación por situación, si hubo verdaderos procesos de subjetivación, de responsabilización, y de decisión sobre cuestiones indecidibles no reductibles siempre al mandato inapelable de la Historia o, más simplemente, del partido o su representante de turno.
Claro que el tema clave en todo este asunto es el de la “responsabilidad”, pero no la responsabilidad general abstracta como dice ―que sería― Del Barco, ni tampoco la particular concreta como no dice ―no logra decir finalmente― Del Barco (i.e. la de la izquierda); sino la responsabilidad que asume un sujeto cualquiera que se ha constituido como tal por la asunción del equívoco fundamental en que se funda la razón y el lenguaje, no por fallas o errores contingentes, un sujeto que “bien dice” su deseo (“balbuciente y a media voz”, como lo expresa Tatian) y trasmite así algo de lo real imposible. Tal decir singular-plural movilizaría el deseo político como invención.
En este sentido, no pareciera que el dictum “no matarás” estuviera al mismo nivel de elaboración que la expresión “no hay relación sexual” formulada por Lacan, puesto que de tal enunciado Lacan asumía solitariamente su enunciación (enigmática a primera vista), mientras que Del Barco demanda a otros más que se hagan cargo del suyo. Se podrá aducir que no hay punto de comparación entre uno y otro, de eso se trata justamente en el pasaje de un discurso a otro. Escribe Del Barco:
"Sé, por otra parte, que el principio de no matar, así como el de amar al prójimo, son principios imposibles. Sé que la historia es en gran parte historia de dolor y muerte. Pero también sé que sostener ese principio imposible es lo único posible. Sin él no podría existir la sociedad humana. Asumir lo imposible como posible es sostener lo absoluto de cada hombre, desde el primero al último."
Lacan también sabe que es imposible amar, pero el saber del psicoanalista no se ampara en ningún principio trascendente, se inscribe en lo que se suele llamar “fórmulas de la sexuación” y es factible de transmisión aunque su efectivización se produzca singularmente, es decir, caso por caso. Para Lacan lo imposible tiene como correlato antinómico lo contingente (no lo posible), por tanto algo de eso (amor o no-dar-muerte) puede pasar (acontecer) si no lo obstaculiza un mandato determinado tan rígido (super-yoico). Mientras que lo posible tiene como correlato lo necesario y, por lo tanto, para que todo funcione algo no debe hacerlo en absoluto (es el síntoma), de ahí a que tome formas proposicionales tan determinadas como “no matarás” resulta sospechoso y no nos dice mucho sobre a qué uno debe atenerse en relación a eros y thanatos.
Finalmente, el problema que suscita un discurso como el de del Barco, mas aún si es enunciado en su punto de mayor conmoción (como él mismo confiesa), es que no transmite la deuda simbólica a partir de la cual una nueva generación de pensadores (“políticos”, en este sentido) pudiera sentirse comprometida en su deseo a re-pensar las aporías e impasses que engendra lo político y que se manifiesta sintomáticamente, como ya lo dijo Freud, en el “malestar en la cultura” contemporáneo. La obturación de la deuda simbólica, al contrario de la apertura de un pensamiento critico implicado, obedece a la referencia a un mandato religioso amparado en la certeza de sentido último que ofrece el predicado “no matarás”, y que no aporta nada nuevo al entendimiento del hombre.
En este sentido es que algunos de los autores mencionados, como Deleuze, Badiou, Lacan y Agamben, entre otros, y más allá de sus diferencias puntuales, nos aportan una serie de recursos discursivos para pensar el núcleo real de lo político, entendido como la imposibilidad última de sutura del orden social; por tanto, como malestar que retorna recurrentemente y demanda ser pensado; de este modo podemos prescindir de las posturas metafísicas o religiosas que retornan y suponen un punto de cierre definitivo.
Febrero de 2007
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