lunes, 31 de enero de 2011

Articular

Estoy muy de acuerdo con lo que plantea mi amigo Emmanuel en el siguiente texto. A lo que agregaría, para continuar con este diálogo infinito (junto a, y parte de, lo otro "infinitamente perfectible"), que los indicios de un verdadero acontecimiento político en Argentina deberían empezar a rastrearse más cerca del 2003, y de todas las medidas simbólico-materiales impensadas para la situación antecedente, que del negativismo preponderante del 2001 (i.e. "que se vayan todos") y la debacle que todos conocemos. Por supuesto que uno no va sin lo otro, pero la potencia de nuevas nominaciones y subjetivaciones políticas que se ha abierto de un tiempo a esta parte gracias a la intervención oportuna de NK, CFK (y todo el equipo) era impensada en el reverso melancólico del noventismo menemista, que fue lo que mostró simplemente 2001 (aunque también haya habido indicios de otra cosa). Hoy, es otro el escenario y otras las ganas. En eso andamos.
Conviene tener en cuenta algunas nociones filosóficas sutilmente enlazadas en este texto de coyuntura política: la irreductibilidad múltiple del ser, su inesencial vacuidad de base y no obstante posibilidad articulatoria; la crítica al alma bella y al cinismo, como también al mitologismo y al dogmatismo, etc.

Desmitologizar y articular

Tres hipótesis sobre el kirchnerismo



Emmanuel Biset





1.

La muerte de N.K. quebró el horizonte en un sentido todavía inaprensible, es decir, redefinió las coordenadas por las cuales se otorga significado a los fenómenos políticos. Todavía resulta inaprensible por la cercanía temporal. Aun así, algunas notas. Primera, el fin de las almas bellas. La expresión hegeliana «almas bellas» significa aquí la conformación de una subjetividad política epocal, aquella de quienes construyeron su horizonte de sentido en la década del ’90, y que se caracteriza por una apartamiento radical de todo lo relacionado con la política. Esto tiene un doble sentido, para algunos, digamos aquellos que todavía seguían habitando la estela de una posición «crítica» o «progresista», la política era algo necesariamente exterior, mal absoluto; para otros, más propensos a la acción, la política pasó a ser una zona gris entre la gestión económica y la tranza mafiosa. Sea como fuere, la política empezó a estar en otra parte (y así la multiplicación empírica y teórica de políticas más allá del Estado). Almas bellas, entonces, nombra una subjetividad política cuya «pureza» surge de la no contaminación con la maldad de la política concreta. Un alma bella interviene, o mejor deja de hacerlo, siempre desde un exterior incontaminado. Quizá el 2001 sea la expresión de esta subjetividad cuya forma de hacer política es negar la política y huir rápidamente a la seguridad de un supuesto mundo privado. Esa subjetividad, que no tiene rasgos generacionales, pero cuya fuerza más pregnante está en aquellos que tuvieron su socialización política en los ‘90, se mantuvo lejos del kirchnerismo, por lo menos expresamente, alojada en el descreimiento de su pureza, de su criticidad, de su conformismo de clase, en la expiación de la culpa en votos a una izquierda imposible. Quizá en la ausencia de militancia nos creímos punk y en realidad éramos cínicos. Pues bien, quisiera someter a discusión la idea de que la muerte de N.K. supuso el fin de esta subjetividad política, no porque la refuto, sino porque dejo de construir sentido una posición que funda su crítica en un lugar externo a la política.

Esto no implica que la fuerza de esta configuración subjetiva no tenga gran alcance todavía, menos aún que la misma se haya definido claramente por una identidad política como el kirchnerismo. Sólo significa que como tal dejo de construir sentido. Se pueden dar algunos indicios: uno, el kirchnerismo, más allá de que uno se identifique con él, trajo a la escena pública la posibilidad de una identificación afirmativa de sectores progresistas. Claro que se puede discutir esa identificación, el sentido de progresismo, etc. Pero lo que aparece en escena es esa posibilidad, y ello significa que se rompe con el dualismo entre cinismo administrativo y compromiso angelical. Dos, uno de los cambios más importantes en la construcción discursiva surgidos con el kirchnerismo tuvo que ver con el apoyo explícito de sectores intelectuales, y Carta Abierta como paradigma, donde la generación que se expresó fue aquella socializada en el retorno de la democracia. Pero con la muerte de N.K. se hace visible otro apoyo, todavía disperso, nombrado mediáticamente como «los jóvenes», cuya militancia todavía carece de forma porque, repito, la constitución de su subjetividad estuvo dada por el apartamiento de la política. Lo que se hace público con esta muerte es esa subjetividad que debe negarse a sí misma imaginando formas de militancia. Tres, quizá una de las paradojas que trajo el kirchnerismo es la posibilidad de un Estado que vaya más allá de las demandas sociales, en un doble sentido. Por un lado, porque en numerosas ocasiones la pluralidad social se ha manifestado a la retaguardia respecto de las políticas impulsadas desde el Estado (lo cual cuestionaría por lo menos la recurrente hipótesis del papel exclusivamente conservador del aparato del Estado). Por otro lado, porque el mismo kirchnerismo fue implosionando por dentro desde demandas que llevan, y siguen llevando, más allá de lo que parece definirlo.

El fin de las almas bellas nombra, entonces, no sólo el surgimiento de una nueva subjetividad política, sino la lenta muerte del cinismo de los ‘90.



2.

La euforia, la tristeza, el dolor, el llanto, la risa, los abrazos, los consuelos, todo junto y más, han marcado una etapa de desconcierto y revitalización luego de esa muerte. La fuerza de todo ello se desvanece lentamente ante la voracidad mediática. Esa muerte cercana aparece hoy tan lejana como imposible. Ya en el listado de las muertes históricas, la repetición de imágenes parece hablarnos de otro siglo, allí donde su actualidad sólo se muestra en la fisonomía de un cuerpo todavía sufriente, el de C.K., al cual se le reclama con insistencia que abandone esa obscenidad y siga sufriendo en privado. De modo que esa muerte cercana que redefinió el horizonte político, hoy aparece con una lejanía abismal. Nada tan viejo como la muerte de N.K. Lejanía que será acentuada en la vorágine de un año electoral, donde sólo podrá aparecer como estrategia política. Nuestro tiempo, el de la vida más allá de la muerte, conlleva riesgos y posibilidades. Sólo quisiera señalar un riesgo y una posibilidad. Ambos tienen que ver con el desfasaje, necesario, imposible de evitar, entre el carácter mítico de la muerte y el dar forma a la política concreta. No habrá forma de estar a la altura de las imágenes sagradas, sacralizadas, producidas en el velatorio. No hay más fuerza que la del llanto, del desconsuelo, de la pérdida. La cuestión es ver qué hacemos con eso.

El riesgo es, para decirlo con brevedad, querer hacer de ese momento mítico una mitología. Esto significa, ante todo, hacer del kirchnerismo una especie de religión que no sólo conlleva la construcción mitológica del hombre excepcional, sino de un dogma que demanda una creencia absoluta y que tiende a reducir la pluralidad, la complejidad, y así la riqueza, de eso que podríamos llamar el kirchnerismo. El riesgo actual, entonces, está no en la crítica al kirchnerismo, sino en su constitución como un mito que sólo posibilita una identificación apologética. Digámoslo de otra forma: el mito no fortalece, sino que debilita la misma constitución del kirchnerismo. Por paradójico que resulte, la mayor debilidad de esta posición política no se encuentra en la embestida de una oposición enclenque, de medios fagocitados por la pérdida de su aura, ni un campo que teme por su riqueza extraordinaria, no, la debilidad surge de la construcción de un mito que no sólo fija las fronteras en una especie de identidad cerrada, sino que termina por hacer del hombre y del movimiento algo fuera de las complejidades del mundo concreto, una perfección que como tal no puede errar, equivocarse, fallar.

Esta mitologización es un riesgo. Por lo que se trata, también, de luchar contra ese mito. Lo cual indica que, a pesar de lo que se dice a diestra y siniestra, sostener una crítica del mito, señalar los problemas que conlleva esa imagen absoluta del kirchnerismo, no es siempre hacerle el juego a aquellas fuerzas reactivas que quieren conservar todo tal como está. No, por el contrario, quisiera someter a discusión esta idea: hoy por hoy la debilidad, el riesgo, se encuentra en la fagocitación del mito. Contra eso: la crítica. En otras palabras, frente a quienes creen que en un año electoral se debe fortalecer una visión apologética, glorificar el mito, defender una posición que no cree en el kirchnerismo, menos en la gestión de gobierno, como una perfección que todo hace bien, sino como una posición infinitamente perfectible que apuesta por la transformación hacia una sociedad más justa.

3.

La posibilidad se podría definir de este modo: la tarea es la articulación. Con ello quiero indicar que la muerte de N.K. hizo aparecer una «diáspora». La diáspora kirchnerista nombra la multiplicidad de grupos, agrupaciones, movimientos, y en última instancia individuos, que se inscriben en esta identidad política. Lo primero que quisiera señalar es que esa multiplicidad es irreductible, es decir, no se trata de encontrar un fundamento último, una razón definitiva, un sustrato que compartan todos estos grupos. Si se avanzara en esa dirección caeríamos nuevamente en una mitologización que define un sentido último del kirchnerismo y establece fronteras claras y distintas entre quienes son auténticamente kirchneristas y quienes no lo son. No sólo sería absurdo esto, sino debilitante. Algunos quisieron luego de la muerte de N.K. salir a cazar brujas con una especie de carnet de identidad que poseerían los verdaderos kirchneristas. No iríamos a ningún lado si avanzamos en la definición de una identidad pura, una esencia última, o límites precisos.

Aceptar esa multiplicidad implica asumir que el kirchnerismo como tal se va redefiniendo constantemente. Y esto no en un mero sentido incluyente. Pues el término «articulación» indica una práctica que establece relaciones entre elementos de tal modo que la identidad de los mismos es modificada, tal como supo anotar Ernesto Laclau. Esto implica, entre otras cosas, que no se trata de unir personas que piensen lo mismo, sino abrirse a una composición de grupos tal que lo que resulte sea diferente a la mera suma de las partes. Vale destacar dos cosas. Primero, que es una práctica. No se trata de establecer una teoría ni un documento que defina cómo o qué es articular, no, la articulación es una práctica política concreta, es decir, se hace. Segundo, es una práctica que conlleva la redefinición constante de los elementos que se van relacionando. No existe articulación política si cada grupo al relacionarse con otros mantiene de un modo rígido su identidad. Por el contrario, sólo existe articulación si esa identidad se va modificando en esa relación. La mera sumatoria de grupos conllevaría que cada uno sigue definiendo y defendiendo su propia demanda. La articulación implica que el grupo se hace otro, redefine su identidad al vincularse con otros.

Con el término articulación se evita, de un lado, el atomismo de grupos que permanecen idénticos a sí mismos y, de otro lado, la fusión en una identidad común. Articular la diáspora kirchnerista es vincular agrupaciones, sujetos, partidos, sin pretender que todos se fusionen en un sentido último de lo que es «ser kirchnerista», pero evitando el aislamiento de cada uno en la búsqueda sólo de sus intereses. Desde el momento en que una agrupación o un individuo se empiezan a articular con otros bajo el nombre del kirchnerismo, no sólo se redefine a sí mismo (porque por lo pronto excede sus demandas al acercarse a otras demandas, al articularse con otros grupos se abandonan los meros reclamos sectoriales), sino que hace que el kirchnerismo se redefina constantemente. Apostar no por la definición del kirchnerismo, sino por su indefinición. Se trata, en fin, del volver al kirchnerismo algo indefinible. Esto significa abrir a la pluralidad de sentidos que puede tener trabajar por una sociedad más justa, desde la redistribución de la riqueza, los derechos de la infancia o el cuidado de la naturaleza. Por lo que, se corre constantemente, incluso más allá de lo aceptable por un gobierno, la frontera de lo que significa ser kirchnerista.

Pasado el fragor de la tristeza y la euforia, de todo triunfalismo o derrotismo, algunos creemos que la práctica política encuentra su lugar hoy en el cruce entre la desmitologización y la articulación.

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