lunes, 14 de junio de 2010
Fracasar, el sentido
Me he impuesto un deber inútil: me levanto y escribo. Tanto como respirar o tomar mate, tanto como decir cualquier cosa. Por supuesto, hay instituciones: hay gramáticas, universidades y modas estéticas. Me importan poco. Me levanto y escribo para hundirme mejor, para aprender a fracasar con estilo propio. Ya saben la frase beckettiana: intentemoslo de nuevo, fracasemos mejor. Así es. Hay un arte del fracaso, quizá sea de lo mejorcito que se puede hacer en este mundo, tan autocontenido que en cualquier momento implota. Supura y con él supuramos, pero todavía no lo hacemos suficientemente; es que no hemos aprendido a fracasar como es debido, es decir, según la deuda contraída con los vencidos y masacrados de todos los tiempos. Entonces escribo sobre lo único que vale la pena, sobre la deuda. Con ella escribo. Sobre ese borde se abre un vacío de infinitas voces que claman (¿justicia?) y por eso mismo las letras se abren como estiletes que cortan el campo obsceno del sentido, no es que no haya que hacer poesía después de La Perla, es que hay que cortar definitivamente con la pelotudez que nos embarga cada tanto con arrepentimientos y constricciones. Cada tanto el sentido, que es lo más religioso que hay, nos envuelve dulcemente en el sopor reconfortante y narcótico del olvido del ser, y nada se quiere saber de esa herida profunda que se da en la superficie de letras, del cuerpo, en los pliegues y torsiones del lenguaje. Pero eso es. Bueno, me fui y ahora estoy volviendo para concluir. Quizás algo haya sido dicho sin saber, entre tanto.
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