Topos.
Si empezara por plantear algunos ejes de discusión, propondría que empecemos antes por cuestionar el lugar mismo. Pues puede suceder que en cada decisión se juegue también mucho más de lo que efectivamente se dice, y no porque se oculte algo, como sospechan a menudo ciertos espíritus paranoides, sino porque en lo que se dice habitualmente se olvida el decir: el acto de enunciación. Me preocupa entonces la vigilancia constante (y el castigo correlativo) sobre los lugares de enunciación válidos y posibles que recae en aquellos que no tienen lugar para decir (cualquiera de nosotros llegado el caso); no así de quienes hablan desde lugares instituidos y juzgan, evalúan o promueven.
Hay que tener cierta amplitud de miras para entender que lo instituido no requiere simplemente de cargos formales, hay muchas otras formas de ejercer el poder, hay transferencias de todo tipo. La violencia de derecho se ejerce desde distintos lugares. Me preocupa entonces el que nos convirtamos sin saber en instrumentadores de otros discursos que no hacen más que legitimar explicita o implícitamente las operaciones de deslegitimación de quienes aún no han tenido oportunidad de tomar la palabra en público (nosotros mismos llegado el caso). Planteo esto porque escucho por aquí y por allá, penosamente a veces, como cualquiera puede hacerse soporte de la violencia simbólica más despiadada, incluso hablando de producción de saberes críticos, incluso hablando sin saber, cuando se pasa por alto la importancia del mero acontecimiento de decir, puesta a disposición de cualquiera.
Quisiera que alguna vez lo ejes de nuestras discusiones teórico-críticas atraviesen (y se dejen atravesar) por los simples actos de enunciación, sin tantos miramientos sobre las formas y protocolos, las suspicacias y atribuciones. Quisiera que alguna vez podamos pensar en conjunto la naturaleza eminentemente política y democrática del lugar, del lugar para hablar y com-partir, para decir sin garantías (de saber o no-saber) junto a otros. Me gustaría que alguna vez los críticos sagaces que somos (o pretendemos ser) nos demos cuenta de lo in-contado; no de la intimidad de la conciencia, de lo que avergüenza o culpabiliza, sino de lo ex-timo: lo que se sustrae cada vez que se dice algo, y en el mismo gesto deseante se afirma.
Abrir el lugar, abrir el lugar así al encuentro verdadero; que sí, tiene siempre algo de fallido, dislocado, porque (se) soporta en el lenguaje, y no podría ser de otra forma.
Que el demos, el pueblo, pueda ser cualquiera de nosotros en tanto habla, cada vez que se pronuncia fuera-de-lugar en el lugar, es lo que considero hay que pensar, lo que hay que tener en cuenta aunque sorprenda cada vez. No por dedicarnos exclusivamente (según el contrato social) a producir conocimientos estamos exentos de ello; más bien todo lo contrario. De allí mismo, entiendo, se desprende cierta consecuencia, cierta coherencia.
La política es el inconsciente, no hace falta ir al consultorio del psicoanalista para dar(se) cuenta del agujero traumático que lo real abre en lo simbólico como su reverso impensado. No tiene ningún sentido hablar de inconsciente individual o colectivo, lo traumático se expresa en todos los síntomas, inhibiciones y angustias que pululan y detienen el decir político en cualquier situación. En las prevenciones y defensas, los rodeos y atajos, las vacilaciones y certezas, a cada paso damos cuenta o retrocedemos ante el abismo abierto en el tejido social, ante la imposibilidad del lazo que no a-úne.
Allí mismo apuntan todas las religiones, hasta las científicas, a generar el sentido que por fin suture los agujeros abiertos, que acolchone las rispideces de lo real, que acomode para su beneficio las jerarquías, los lugares para cada quien, etc. Indudablemente corremos un riesgo al decir así, al demandar que se valore lo más desestimado (porque no es eso seguro), que se dé lugar a lo que no tiene lugar, a lo imprevisto. Indudablemente se corre un riesgo mayor en todo esto, pero no creo que pase tanto por nuevos centramientos (pues eso se olvida recurrentemente, por estructura) sino, al contrario, por las famosas precauciones del caso, “no vaya a ser que...” pase algo.
A eso me suelo referir cuando hablo de “intemperie” o “sin garantías” (ideas por las que me cuestionan algunos amigos) o “falta del Otro”, etc. No se trata de darse aires con un “dios sin dios” o cosas por el estilo, se trata de abrir el “lugar” efectivamente, el lugar a otros decires imprevistos, no amparados en nada ni siquiera ― ¡vaya horror! ― en coincidencias estéticas de escritura (el “último dios”).
Voces.
El valor de tomar la palabra, el valor de cederla. Hay algo netamente político en ese acto, en ese intercambio. Abrir el lugar a la palabra, a su circulación, puede ser más que una mera charla, si se pone en juego una posición, una enunciación que desea decir aunque ignore las consecuencias de lo dicho. Pienso que es por ahí por donde podemos sustraernos a la redundancia de la cita, a la descripción de hechos autoevidentes o a la bajada de línea moral (i.e., los mandatos); en el simple hecho (¿o acontecimiento?) de escuchar a otros decir sobre y desde lo que les incomoda e interroga, y a su vez hacerlo uno mismo, corriendo el riesgo, quizá, de perderse alguno de los términos en el trayecto: uno o mismo ¿quién sabe?
Ahora bien, ¿cómo hacer para que no haya una voz principal, sino múltiples voces resonando sobre cualquier tema (diferencias sexuales, artísticas o matemáticas)? Sería cómico que se los invitase a dejar las capillas de saber (mayormente universitarias) para que vayan a rezarle por ejemplo a San Lacan; el que se quedase en la puerta (no tan convencido como para entrar pero tampoco tan indiferente) para apreciar tal espectáculo se reiría mucho (yo mismo lo haría con gusto).
Sin embargo, los estudiantes del 68 se enojaron con Lacan cuando este les dijo que eso mismo buscaban: suplantar un Amo por otro. ¿Cómo evitar la simple sustitución de Amos o bien de Saberes? De nuevo: ¿cómo permitir que se escuche lo que no lleva la voz cantante? No es lo dicho-no-dicho del abismarse que calla (y otorga) bajo su silencio místico o mistificante, sino, concretamente y en acto, ¿cómo hacer sonar otra cosa que lo dicho hasta ahora? Por supuesto ninguna robinsonada es posible, siempre contamos con los artículos y artilugios de cultura heredados, pero hay que empezar por darles algún uso ¿no? Por hacerlos sonar.
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