martes, 11 de marzo de 2014

Fragmentos acerca de la práctica de la filosofía y el ejercicio de pensamiento libre

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Practicar la filosofía es acoger las formas más soterradas de fracaso, allí donde todo-hombre encuentra su rasgo femenino sin recular, sin tomar por otro lo que a nadie pertenece. El día en que esa actitud se propague, como reguero de pólvora, ese será un completo y feliz día para las no-todas llamadas mujeres.

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Lo que hay que cultivar de manera genérica para que prolifere, no es el amor por la sabiduría (o por el conocimiento); lo que hay que cultivar -para que haya cultura- es el amor por las verdades; que son esencialmente femeninas en tanto no conocen límites, ni más ni menos, ni comparaciones, ni fines, ni predicados. Las verdades infinitas se producen porque sí, y eso ni siquiera es la razón de un capricho. Las verdades genéricas se despliegan en el espacio infinitesimal del pensamiento, en un abrir y cerrar de ojos. Las orejas en cambio no tienen párpados, y por eso uno se deja engañar por cualquier basura, cuando no ha escuchado jamás -amarrado a un poste- el canto de las sirenas.

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Una vez tuve un pensamiento tan profundo que ya nunca más pude salir de ahí. Por supuesto, todo el mundo sabe que lo más profundo es la piel; de ese ahí les hablo. Pensar profundo es cuestión de piel, y no hay salida.

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La gente no acostumbra pensar y pensar es un hábito como cualquier otro, como dormir, comer, correr, coger o lavarse los dientes. Uno puede estar ahí, en lo que hace, o bien puede estar fantaseando con cosas que supone haría mejor, con otros y en otra parte. Estar ahí es un hábito que se cultiva en torno a una ausencia insondable, asumida como inhabitable.

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El lector antes de leer, como él cree, es leído por el texto. Cada lector encuentra así, si lee en serio, su propio mensaje en forma in(ad)vertida. Elaborarlo, o no, sí depende de él. Por ese motivo me suele resultar gracioso cuando un lector comienza manifestando su malestar, presuntamente indefinido, ante el texto o el contexto aludido, bajo el pre-texto de manifestar algo así como una suerte de honestidad intelectual que abrirá paso a la crítica y, acto seguido, se muestra falaz porque en vez de reconocer sus propios límites, y hacerse cargo del malestar, se los atribuye al Otro.

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Una de las cosas que más me gusta de este medio es que se puede decir cualquier cosa, casi como en un análisis. No creo que lo retome aunque recuerdo ahora ciertas inhibiciones comunes, primero vinculadas al cuerpo, y luego a la palabra. Las del cuerpo no son tan duras de remover, basta con hacer algunos ejercicios de desinhibición actoral, o yoga, o baile, o artes marciales (o todo eso junto). Más difícil en cambio es soltar la palabra. He visto a los mejores actores quedarse mudos o decir tonterías ante la imposibilidad de la palabra. Pero un análisis la desata, tarde o temprano uno empieza a asociar libremente, a jugar con resonancias insensatas, y hasta puede -si es su deseo- convertirse en poeta. Luego aburre. Hasta la angustia del silencio y de las repeticiones se tornan aburridas. Porque hay algo que resta soltar y es lo más difícil: el pensamiento. El pensamiento, claro, no es esa vocecita molesta que les repiquetea constantemente en la cabeza; el pensamiento toma el cuerpo, las palabras y las cosas y las anuda inextricablemente en un juego serio que implica a la vida, a la muerte y algunas otras cuestiones. Al pensamiento, lamentablemente, no hay técnica alguna que ayude a soltarlo (aunque existe el coraje de la verdad, según el maestro Foucault).

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Así empieza Zizek su libro sobre Gilles: "Deleuze era bien conocido por su aversión al debate: llegó a escribir en alguna ocasión que cuando un verdadero filósofo está sentado en un café y oye a alguien decir 'discutamos un poco este problema' se levanta inmediatamente y se marcha lo antes posible." Acuerdo un ciento por ciento; no me esperen a la hora de los debates tan celebrados, el coraje de la verdad que asume la práctica filosófica es más bien como un Aikido discursivo que se sirve de la fuerza del otro: se sustrae mediante la elaboración de conceptos, tan vacíos en su fundamento, que dejan por el suelo cualquier exceso de agresividad (contenida o no).

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"La vida es el conjunto de fuerzas que se oponen a la muerte", decía Bichat. De ahí, quizás, nuestra negación primitiva. Hay que empezar a revisar y a redefinir todos los términos heredados que nos afectan e implican: estado, vida, sujeto, verdad, etc. Yo diría, entonces, que la vida es el conjunto de muertes asumidas y la fuerza que resta de ello.

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