viernes, 4 de octubre de 2013

Idea

Imagínense que alguien completamente emancipado nos dirigiera por azar la palabra. Supongamos que nos hablara de amor, de arte, de política, de ciencia, de todo eso junto y quizá más. ¿Acaso entenderíamos mínimamente algo de lo que nos está diciendo? ¿Es una cuestión de saber, de claridad, de ideología, de comunicación? Por supuesto, el significante es equívoco por definición, por eso permanecemos sujetos (o atados) a sus precarias significaciones sociales (hoy, sobre todo, massmediáticas); pero las prácticas emancipatorias exceden los juegos meramente lingüísticos, en tanto las moviliza una fuerza material que juega en la dislocación efectiva de los dispositivos (de poder, de saber, de cuidado). La verdadera comunicación sólo puede tener lugar bajo el signo de una Idea en común, de una participación (en) común, y por eso todo lo demás nos suena a ruido, a malentendido o sobrentendido. Exceder los juegos significantes hacia dispositivos y prácticas concretas y además pensarlos en común, composibilitarlos, es lo que define la tarea filosófico-comunicativa.

Por otra parte es cierto que hay múltiples situaciones históricas, y estados, y acontecimientos, y sujetos, y verdades indiscernibles de aquellas primeras; como así también hay modos de pensarlas en común, bajo el signo de una Idea que las composibilta o anuda. Lo cual nos devuelve a la época, al tiempo único que nos toca vivir, pero desde otro lugar (heterotópico). Por eso me siento próximo a autores como Badiou, entre otros, para quienes ya no se trata solamente de deconstruir las ficciones de lo real, sino de promover otras más complejas, heterogéneas, solidarias. En cuanto a lo afectivo que implica el pensamiento indicado: nadie que goce de la vida y se apasione con lo que hace está exento de manifestar eso que los amargados llaman "síndrome de hybris"; quien se siente afectado en verdad por el poder de afectar y ser afectado, sea donde sea que se juegue su praxis, no teme por la conservación de las formas y los protocolos; quien ha llegado hasta el final del sin-fondo que nos constituye, sabe que las formas (o ideas) no son lo que parecen y sólo se alcanzan en la desmesura del que se pierde. Una vez que se alcanza la Idea, uno puede perderse, y eso es lo verdaderamente liberador.

Así pues, lo bueno de participar de una Idea en común es que no todos deben hacer lo mismo ni se eliminan por eso, en el singular modo de implicación de cada quien, las diferencias irreductibles: desde el que pinta un cuadro hasta el que abre un lugar de exposición, desde el que lo contempla y decide participar a otros de su experiencia estética hasta el que se pone a pintar otros cuadros, todos van haciendo como pueden el trayecto histórico que ella recorre. Lo mismo sucede en el caso de la política, la ciencia o el amor. Lo bueno de la Idea es que potencia per se su difusión, su afecto, su pensamiento sin medida, a puro gasto, esto es: sin cálculo ni interés. O, en todo caso, con el interés desinteresado de quien escribe, pinta, milita, piensa porque sí, y de los que dicen junto a ellos: tenés que verla, tenés que ir, tenés que leerlo, tenés que apoyar tal medida, tenés que votarla, etc., no porque se ajusta a tal parámetro estético, político, científico o cual sea, sino porque los excede y abre a una dimensión indecible pero que comunica de manera efectiva, sin saber muy bien por qué (ese no-se-qué). Quizás la clave del atravesamiento común del fantasma resida en la transformación enigmática del imperativo categórico (fijado en el deber) en una indicación determinante, entusiasta y compartida (librada al exceso de la gratuidad).

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