miércoles, 14 de septiembre de 2011

Desaparecer (por el trazo mismo de la letra)

Quignard escribe: "Tres fueron los hombres que se enfrentaron al embrujo de las sirenas, esas extrañas aves que atraían irremediablemente a los marineros con su canto: Ulises, que tomó la precaución de hacerse atar de pies y manos al mástil de su navío, escuchó y sobrevivió; Orfeo, que en la expedición de los Argonautas vislumbró el mortal peligro de su música y lo neutralizó con las notas de su cítara; y Butes, navegante y compañero del anterior en la misma aventura, que sucumbió al hechizo y se arrojó de la nave."
Se me ocurrió que sería interesante probar con estas variaciones en torno al destructivo canto de las sirenas: atarse, neutralizar, arrojarse. Y en relación a las voces en general están también las que toma M. Dolar de Kafka: Josefina la ratona, Ulises otra vez y el perro investigador. ¿Cuántas más habrá? Lo ignoro. Pero sí estaría bueno saber, al menos, que hay variadas alternativas al encantamiento destructivo de las voces, incluso en el caso extremo que parece ser el arrojarse, pues ¿quién podría asegurar que no hay allí un exceso irreductible a ese mismo llamado, más aún, siendo instruidos actualmente (como antaño) sobre la posibilidad de alternativas más 'civilizadas'? Arrojarse ¿y desaparecer?
Reescribir la escena.
¿Qué pasa cuándo uno desaparece? Pues vienen las múltiples voces. Ellos me preguntaban, cada tanto, ¿vos te acordás de mí, de nosotros? Cuando eras chiquitito te teníamos en brazos, te mecíamos, te llevábamos a pasear por la plaza, al parque, ¿te acordás? Quisiera, tanto quisiera acordarme, pero no puedo. Porque yo había desaparecido también, junto a ellos, entre sus sueños. Yo era otro y estaba ya en otra parte, en otro tiempo, quizás en algún lugar maldito, olvidado, y nada más. Las voces fueron luego un alud inmemorial que en su retorno me arrebataba, como olas, y yo apenas suspendido entre ellas, alborotado, ya no podía decir ni yo. Y sin embargo -ahora recuerdo- frente a mí, en ese momento incomunicable, estaba mi hermano, mi hermanito; y quería yo decirle, contarle todo esto. No podía. Apenas partes escribía yo-de-a-poco, o empezaba a hacerlo y deshacerme. Leía, leía todo el tiempo. El tiempo tomaba la forma de una lectura obsesiva, y cada tanto, ráfagas de escritura, esbozos, trazos. Algo, alguna vez, le leí a mi hermano, a mi hermanito. Un escrito perdido que hablaba, apenas, balbuceaba sobre treinta-mil-nombres-del-padre que hacían doler mi escuálida existencia. Imposibilidad de acción, imposibilidad de las formas. No sé si llegó a escucharme aquélla vez. Él hizo suya su elección y yo la mía. Hoy vivo para testimoniarlo, apenas puedo: escribo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario