(Karl Marx, "Crítica de la filosofía del Estado de Hegel", Madrid, Biblioteca Nueva, 2002, p. 131, trad. y notas José María Ripalda).
Suelo disponer de varios
espacios de escritura que por momentos se atraviesan, yuxtaponen y cruzan
parcialmente. En ellos experimento cosas, sobre mí y los otros; sobre lecturas
y escrituras; sobre lo que hace cuerpo y descentra; y también sobre lo que no. Me he dado cuenta hace relativamente
poco que hay una creencia muy consolidada, entre varios, respecto de que habría
medios que ofrecen cierta impunidad (y no me refiero sólo a los poderosos). Me
llama la atención ese sometimiento
voluntario que no se hace responsable por la escritura, por el decir, por
el acto. Pues para mí el decir, en cualquier forma y lugar, hace ley, y no el
dicho. El decir se expone sin miramientos, mientras que el dicho busca
justificarse, y así, reglarse. El decir se escribe para pensar en acto. Dos
tentaciones a resistir y elaborar aquí (en esto sigo a mi maestro Foucault): i)
que los espacios de escritura sean unificables bajo un sentido último o
primero; ii) que los espacios de escritura sean distinguibles claramente y
valorables por separado. Ni una cosa ni la otra: hay que sostener con coraje
-de verdad- y soportar cierta incomodidad -de no dominio- respecto de las
mutuas irreductibilidades entre ellos, al tiempo que su mutua imbricación, sin
despreciar ni valorar unos más que otros. Ello define una praxis: la
filosófica.
I.
Podría decir que el cogito de la filosofía actual, que se sostiene sin certezas últimas o
primeras, se formula no obstante por medio de una mínima que se diluye en el
acto mismo de su impropia formulación: cualquiera
piensa, luego existo. La cualquieridad
en cuestión no permite distinguir así rasgos particulares, ni tampoco formular
un principio universal clasificatorio; se trama más bien en el medio, en la multiplicidad
cualquiera, en la heterogeneidad de pensamientos encontrados al azar de las
indagaciones. Captar -afectar y dejarse afectar por- dicha cualquieridad, exige
atravesar y circular por distintos saberes (en falta) y prácticas (en exceso).
A dicha (dis)posición filosófica se la suele designar académicamente como
posfundacional o postestructural aunque ella, ajena a semejantes preocupaciones
escolásticas de etiquetamiento y clasificación, responde más bien a las cuestiones
vitales que nos afectan e interpelan en tanto seres de lenguaje. Somos
herederos, es cierto, de múltiples tradiciones
subterráneas, encontradas por azar, lo cual no quiere decir que hagamos
culto a los muertos o juguemos a la lotería. El rigor pasa por la alternancia
de los cruces hallados entre diversos procedimientos.
En dicho
sentido resulta curioso, por ejemplo, cómo a veces el entusiasmo por los
muertos puede trocar rápidamente en desaliento por los vivos. Es cierto que
estamos ambos, vivos y muertos -así como jóvenes y viejos-, conectados
funcionalmente, y hay un umbral de indistinción relativa donde no todo se distribuye según los rasgos
característicos; de este modo, podemos encontrar tanto juventud en los viejos
como vida en los muertos, y viceversa. Igual, no deja de sorprenderme que esta
operación no se especifique, en nombre de no sé qué tipo de idealizaciones. Y
cuando esta operación no se especifica, es decir, no se asume singularmente, se
producen dos posiciones típicas antagónicas: i) la de los cultores melancólicos
de lo sagrado (lugares, nombres, procedimientos rituales) y ii) la de los
cultores maníacos de lo profano (actualidad, renovación, improvisación);
también podría decirse: memoria versus olvido, pasado versus futuro, idolatría
versus iconoclastía. El pensamiento filosófico vivo, en cambio, activa lo uno
en lo otro generando a partir de su indistinción relativa un espacio-tiempo
nuevo y múltiple a la vez. Dicha operación define, para mí, lo que llamaré -antes que post- el ser hiperfundamentalista. Y la concepción de la cultura que conlleva se asume, así, más del cultivo en el
detritus que del culto en lo impoluto.
¿Qué es
ser hiperfundamentalista entonces? Pues bien, es asumir la falta de fundamentos
últimos o primeros hasta sus consecuencias más extremas, al punto de exceder
los mismos extremos y volverse indiscernible para las valoraciones típicas,
tanto de extremistas como de normalizadores; en tanto no se cae en el relativismo
antifundacional que o bien reniega
demasiado ostensiblemente del fundamento, aunque afirmando de hecho el
equivalente universal (lógica del valor o del capital), o bien convoca con nostalgia el retorno -de los dioses- de otros
tiempos y las ontologías negativas; como tampoco se cae en la banalidad de esgrimir los fundamentos racionales
típicos de los especialistas. El hiperfundamentalista radicaliza la crisis del
fundamento hasta el punto de volverla inoperante, encontrando fundamentos por
doquier, en cualquier lugar o nombre, en tanto se escinda del todo y se afirme como parte suplementaria; precisamente de eso va la cualquieridad -en
cuestión- de lo hallado en forma contingente. La rigurosidad o la necesidad, en
cambio, es lo que de allí se sigue y trama; no estaba antes, ni nada ni nadie
garantiza que se (re)encuentre luego.
Ahora
bien, si hablamos de un sujeto en cuestión(amiento), hay que problematizar su
estatuto, explicitarlo. Pues si hay formas muy evidentes de hablar de uno
mismo, por ejemplo cuando se dice ‘porque yo tal cosa’, ‘a mí me pasó x’, ‘yo
pienso, luego existo’, etc., también hay otras formas más sutiles en las que
quien habla puede llegar al extremo de preguntar-se ‘¿quién habla?’ o ‘¿qué
importa quién habla?’, y responder-se ‘hay un se [on en francés] impersonal’, ‘habla el ser, o el lenguaje, o el ser
del lenguaje’, ‘habla el inconsciente, las estructuras, el goce’. Bueno, hay
formas tan extremas de hablar, de decir, de preguntar (i.e., ‘la historia de la
metafísica’) que uno bien podría preguntarse:
¿pero esto tiene que ver con uno mismo o es ya otra cosa? Hay cuestiones que
son irreversibles, no puedo saber si en algún momento histórico -quizás en mi
infancia, o en la Grecia antigua, o en la gran caverna- el que hablaba se
diluía en el relato al punto de que no importara en absoluto, pero de un tiempo
a esta parte no puedo dejar de pensar que, por más sofisticado o cautivante que
sea ese relato, el que habla es un ser mortal, histórico, falible y sexuado, por
ende con aciertos y desaciertos, y que cuenta
tanto como lo que cuenta (sobre todo el modo en que allí se des-cuenta). Eso es
lo más interesante del asunto, de escuchar, o de leer.
Es
cierto, también, que hay una parte infantil en quienes pretendiendo haber
superado su infancia, y su creencia absoluta en el relato, se dedican a
escudriñar sólo las faltas e inconsistencias del mismo (del Otro), como
esperando que advenga allí, de una vez por todas -anhelando en secreto-, el
cuento definitivo (el Otro del Otro). Mientras que quienes no nos lo creemos en
absoluto jugamos, en cierta forma, sobre las posibilidades que abren esas
inconsistencias relativas (el Otro tachado). Quizás la verdadera adultez resida
en asumir la propia infancia en lo que ésta tiene de juego irreductible, al
inventar sobre las fallas y aperturas del Otro. Este juego de lecto-escritura
puede devenir así lo que se llama filosofía; que re-comienza, cada vez, con un
acto o un pase.
Por
eso, si el pase de Badiou es el de un ‘platonismo de lo múltiple’, como él
mismo dice, cuya figura oximorónica aparece desplegada minuciosamente en sus
principales libros (El ser y el
acontecimiento, Breve tratado de ontología transitoria, Lógicas de los mundos, etc.),
el mío sea quizás un pase forzado,
escrito parcialmente, entre esta filosofía sistemática y el estilo
antifilosófico de Lacan (Seminarios y
Escritos): un anudamiento alternado y
solidario de condiciones y discursos, en sus impasses locales y resoluciones
composibilitantes, cuya naturaleza puede decirse “transpolítica”. (La escritura
de mi tesis de filosofía, debo decir, no ha versado tanto sobre Badiou y Lacan, ni ha intentado siquiera demostrar
-encadenar- o amplificar -comprender- nada, sino mostrar el nudo impropio en
que un sujeto se constituye al de-suponerlo de todo saber. Y si acaso fundara
una escuela filosófica, en consecuencia, sería un poco más exigente que Platón,
pues pondría un cartel que diga ‘que no entre aquí quien no sepa contar -inmanentemente-
hasta cuatro’.) Dicha escritura se juega -he allí su máximo riesgo, según
Benjamin- al conectar entre sí heterogeneidades irreductibles.
II.
Es posible analizar así el
desnivel, la dislocación o el décalage
entre dos tópicos heterogéneos (en el sentido que, según remarca Milner,
acontece en el matema lacaniano: cross-cap y fórmulas de la sexuación), por
ejemplo entre el plano óntico y ontológico (Heidegger), fenoménico y nouménico
(Kant), determinante y dominante (Althusser), ser y acontecimiento (Badiou), a partir
de la brecha de paralaje, tal como lo
hace Zizek; pero enfatizando más bien la idea de sutura parcial o conexión
translegal de los planos discursivos que nos permiten leer ciertas figuras
topológicas no orientables: banda de Möebius o botella de Klein. Si pensamos la
estructura en que nos encontramos (llamémosle caverna, lenguaje, ideología,
realidad o mundo) como una banda de Möebius, por ejemplo, apreciaremos
inmediatamente que hay dos sentidos contrapuestos: uno que da la vuelta completa
y muestra la continuidad; otro, más corto, que da la ilusión de que cruzando el
borde de la banda hay justamente otro
lado. Así podemos entender cómo es posible que haya dos lados que en verdad son
uno, pero que a veces nos parezca ‘a
todas luces evidente’ (efecto ideológico por excelencia) que son dos. Se ponen en conexión dos lados
(banda de Moebius), o un adentro y un afuera (botella de Klein), y se sostiene
la torsión, el pliegue o el quiasma entre
ellos, es decir, no se homogenizan ni se mezclan. La clave está en el corte. La
operación de corte y sutura de estas superficies topológicas, tal como la
expone Lacan en L’étourdit, nos
permite verificar la ambigüedad de la estructura. A raíz de esto se puede
formular la siguiente pregunta: ¿Pueden ser los conceptos filosóficos también operaciones
topológicas de corte efectuadas sobre superficies discursivas? Pues el concepto,
afirmo, se forma justamente en esa conexión inédita entre dos superficies
heterogéneas, posibilitada por un corte singular. En tanto se sostienen la
heterogeneidad e irreductibilidad de ambos planos, sin reducirlos o mezclarlos
indistintamente, la conexión da cuenta del pasaje inédito entre uno y otro: doble inversión (i.e. finito/infinito,
consciente/inconsciente).
El
concepto en filosofía es real y material porque se produce en el cruce efectivo
de distintos modos históricos de pensamiento (‘procedimientos genéricos de
verdad’, les llama Badiou). Se evita así tanto el idealismo subjetivista del
sabio filósofo que crea a capricho un lenguaje propio, como también la postulación
de una estructura de estructuras
impersonal (metalenguaje) que explica toda producción reduciéndola a una lógica
o término clave (científico, político, estético, etc.). En un caso y en otro el
concepto de sujeto, afirmado o rechazado, es el mismo: el sujeto voluntario y
consciente. En el primer caso se trata del sujeto constituyente que decide
cuándo y cómo intervenir sobre una realidad previamente constituida. En el
segundo caso el sujeto es definido en cambio como una mera posición impersonal, en
un campo estructural que se despliega por sí mismo y lo determina. El concepto
de sujeto que pensamos junto a Badiou y Lacan decide pero lo hace sobre y desde lo indecidible, implicado allí mismo aunque no determinado, en
relación a lo indiscernible de un lenguaje o saber; es decir, al borde
histórico de lo infundado, en sitios donde se produce un impasse o una aporía,
una hiancia o una falla. En este sentido la decisión es histórica, pero ésta no es considerada un devenir autónomo, sino en
múltiples temporalidades que pueden encontrarse o no. La intervención
filosófica apunta a disponer posibles encuentros y a facilitar cruces de
conceptos y modos de intervención o producción; para ello debe incidir sobre
repliegues o subordinaciones; escindir círculos o tautologías; señalar aporías
y tomar decisiones de pensamiento, tesis o formulaciones.
El
ejemplo clásico más próximo quizás lo sea la lectura sintomal que aplica Althusser a la obra de Marx: señala dos
espacios vacíos en la frase formulada por la economía política clásica
presentada como completa (“El valor
de…trabajo es igual al valor de los medios de subsistencia necesarios para el
mantenimiento y la reproducción de…trabajo”), así introduce el concepto que
escinde la circularidad sintomática: fuerza
de trabajo. Lo más importante en dicho proceder es formar una malla
entretejida de conceptos cuya materialidad consista en puntos de cruce
efectivos y no en una sustancia inmanente o en punto de referencia exterior. Y
sobre todo, donde se impida el predominio o subordinación absoluta o jerárquica
de un modo de producción por sobre otro(s). A partir de esta lectura marxista althusseriana
es posible pensar (quizás por sus múltiples metáforas al respecto) el
materialismo dialéctico en términos topográficos, casi como si se tratara de
los mismos desplazamientos de las placas tectónicas terrestres; donde cada
praxis, en lugar de situarse como momento o parte de un saber absoluto, deviene
más bien, por solapamientos y superposiciones parciales, suplementación de otra a la que el forzamiento marxista permite
articular nuevos conceptos, invisibles desde la permanencia en un sólo campo o
lugar. Por ejemplo, los mutuos atravesamientos de las miradas
económico-políticas, filosófico-ideológicas y político-sociales. Ni socialismo
utópico, ni economía clásica o filosofía idealista burguesa, Marx logra ver las
fisuras de unas y otras a partir de suplementaciones y cambios de terrenos.
Afirmo
que, con Badiou, la filosofía en tanto materialismo
nodal no hace más que multiplicar estos movimientos, desplazamientos y
suplementaciones. A diferencia de una suma ecléctica, hay que disponer de
cierta sensibilidad para encontrar puntos de corte y atravesamientos
productivos (‘volver lo sensible en una relación no sensible consigo mismo, eso
es lo inteligible’). No es simplemente enriquecer, por acumulación, la mirada
económica con la sensibilidad social, o la rigurosidad matemática con la
sensibilidad artística, pues el mismo atravesamiento y contaminación entre
distintos planos discursivos descompone el campo instituido (al menos en su
constitución normal) y permite hacer visible lo invisibilizado en ese campo,
los puntos de falla e inconsistencias obliteradas. En fin, se visibilizan los
hilos de la trama discursiva que sostiene la precaria realidad en que vivimos.
En el
caso de Badiou, el espacio topológico de composibilidad se da “entre”
procedimientos, y el sujeto filosófico –afirmo a riesgo propio- es la operación
por la cual y en la cual éste, a su vez, se constituye. El sujeto filosófico no
constituye así una suerte de innombrable
o impensado propio de Badiou; se
halla implícito en su Obra pero no al modo de un contenido latente sino en el
trabajo mismo de producción conceptual. Se esclarece este proceder a partir de
la lectura que hace Zizek de Freud y Marx al comienzo de El sublime objeto de la ideología: lo que importa no es distinguir
lo manifiesto de lo latente sino por medio de qué mecanismos (i.e. condensación,
desplazamiento, etc.) uno deviene otro. También se entiende cómo Althusser
concebía que la filosofía marxista se hallaba “en estado práctico” en El Capital (aunque más que “estado”
habría que decir en “proceso” de producción teórica). Al “entre” en Badiou lo podemos
hacer emerger a partir de la confrontación, por un lado, con aquellas lecturas reductivas
que aplanan y homogenizan el complejo espacio discursivo filosófico, y por otro
lado con aquellas lecturas que, al contrario, lo amplifican y así hacen
visibles, en convergencias impensadas, otras aristas y otros pliegues.
Así, al
menos, es como concibo por mi parte el trabajo filosófico; que comenzó en una
tesis sobre el concepto de sujeto en dos autores principales: Badiou y Lacan, y
ahora prosigue con otros autores y nudos conceptuales.
Roque Farrán