miércoles, 31 de octubre de 2012

De lo singular y lo cualquiera

En cada vez menos ocasiones me resulta provechosa el habla, o bien porque me suena demasiado monótona o bien porque siempre hay alguna voz dominante, y el sobreentendendido que suele redundar en las charlas es aplastante. Sucede que la escritura -no importa si aquí o allá, donde sea, cualsea- tiene la ventaja de hacer resonar infinitas voces, dispares, y sus múltiples declinaciones: mudas o altisonantes, bajas o agudas, reflexivas o extravagantes. En todo caso, se puede leer o no. En cambio la palabra oral tiene eso de obligar a escuchar, eso de que los oídos no tienen párpados. Quizás de ahí provenga también aquel dispositivo que quiere hacer de la voz una letra.

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El análisis requiere de un Otro que por no creerse tal, no obstante sostener su semblante, habilite una escucha -o lectura- del revés de los dichos que, de parte de quien habla, son lanzados como si remitieran a un sentido final. Lectura transversal o anagramática, se podría decir, por dar una imagen anticipada. Suspender aquél sentido, un tiempo lógico, para que se lancen de veras los dados del pensamiento sin-sentido -final- llamado inconsciente; allí donde se juega la materialidad de otro sentido, imprevisto.

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Ya lo he escrito por aquí, para mí hay que leer a cualquiera, en tanto indague justamente eso que hace a la cualquieridad en cuestión. No me gustan las idolatrías ni los privilegios, pero estoy al tanto de que hay un tiempo para cada cosa -y caso-; de ahí que haya que empezar por alguna singularidad, o una serie de ellas. No obstante, creo que hay que disputar el espacio de 'naturalización' de sentido que toda práctica genera casi espontáneamente. Algo que puede suceder con la práctica artística, psicoanalítica, científica, filosófica, política o cualquier otra. Pues, así como el goce que promueve el arte es único, inapropiable, lo mismo puede decirse de la investigación científica inventiva o de la producción de conceptos. No toda práctica necesariamente se ampara en la ideología de la totalización de sentido, del principio y del fin de lo humano.

En fin, abogo por el carácter único y singular del goce y de las verdades que horadan los saberes establecidos, pero por la misma razón advierto de los peligros de la unicidad del sentido de prácticas privilegiadas. Hay aliados contra la estupidez homogeneizante en todos los ámbitos de invención humana (incluidas, por extraño que parezca a espíritus más románticos, la ciencia y la filosofía).

martes, 30 de octubre de 2012

De lecturas, críticas y todo

1. En cuanto a la información.

Hay un mandato irreflexivo que dice que para estar informado hay que leerlo todo; se cree así que la variedad de la información hace directamente a la calidad de la formación de un punto de vista propio. Es justo. Sin embargo, se queda corto: si uno no selecciona antes la calidad de lo que lee, tampoco puede asegurarse luego que el resultado sea la formación de calidad; el pensamiento empieza antes, siempre antes. Hay que estar atento.


Sucede lo mismo que en el caso de la comida: uno no come todo, no come cualquier cosa, pues hay que ser selectivo para tener una dieta equilibrada que sostenga nuestra salud. Es cierto que se debe comer bien y variado, que se pueden frecuentar incluso distintos tipos de cocina, pero lo que debe primar sobre todo es la calidad (que no tiene que ver con costos sino con la elaboración).

Entonces, cuando un diario o cualquier otro medio de información ya no producen discursos de distinta 'cocina ideológica' sino que directamente producen artículos de mala calidad, ¿por qué uno debería persistir en la intoxicación? La variedad y la calidad hay que saber encontrarlas también, no son algo simplemente dado por la libre oferta del mercado. Darse una buena formación, elaborar un pensamiento propio, no es cuestión de consumo desaforado.

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2. En cuanto a la formación.

Ahora, en caso de tener que lanzar algún mandato de lectura apremiante, no diría lean a Platón, o a Spinoza, o a Marx, o a Foucault, o a Badiou, o a Borges, o a Beckett que sé yo; diría sólo lean, lean a cualquiera, a locos o infames si quieren, poco importa, pero lean bien, lean a la letra y escriban junto a eso que se da a leer en cualquiera, incluso -y sobre todo- a pesar de sus intenciones. Nadie tiene la posta de nada, ni la clave de inteligibilidad de una época, pero sólo una ética rigurosa de lecto-escritura puede socavar las pre-tensiones de regular el sentido y sus fines.

Quizás esto último pueda parecer contradictorio con lo anterior, y sin embargo la función selectiva que opera en la formación -distinta a la información- es el deseo, que sigue la letra en su cualquieridad -o genericidad- pero cuya calidad no es cualquiera, pues es singular. Y lo que ambas apuestas -información y formación- comparten, es una lectura orientada por lo real del notodo, exención de sentido cuya calidad de goce queda suspendida al hallazgo contingente de otros textos (obras, gestos, pensamientos).

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3. En cuanto a la crítica.

Asimismo, si mucha gente se autosatisface con el juicio sumario, sea como protagonista activo o pasivo espectador, hay que decirlo: el tipo de crítica precoz que en ello encuentra su goce es claramente masturbatoria. Quizás el nivel más bajo de esta modalidad de descarga inmediata aparezca en los comentarios agresivos de los diarios digitales, pero en un nivel apenas más sofisticado también aparece en muchos de sus artículos. El pensamiento que por definición es crítico sólo existe en tanto potencia, genera o multiplica otras voces, pensamientos, gestos u obras, y su goce es exponencial aunque nunca garantizado de ante-mano, debido a que depende de que esas multiplicidades continúen su proliferación en otros cuerpos.

El trabajo intelectual requiere asumir rigurosamente ciertas responsabilidades: no estar por encima de otros ni tampoco imitarlos; es a lo que me refiero con el 'junto a' (proximidad topológica que no se mide geométricamente: el lugar, su mismidad, no es empírica ni trascendental, se da en el proceso de producción). Multiplicar -o potenciar- es la tarea, sin desconocer los procesos de elaboración y los duelos, pero además atacando las críticas o formulaciones reductivistas que no cesan de aparecer.

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4. En cuanto al todo.

“Todo se ha escrito, todo se ha dicho, todo se ha hecho, oyó Dios que le decían y aún no había creado el mundo, todavía no había nada” (Macedonio). Pasa que el todo es así, pretencioso y totalitario por definición, pero ignora -tanto él como sus secuaces obsecuentes- que en partes no todo se ha dicho, no todo se ha escrito, no todo se ha hecho; pues las partes exceden al todo.

Nos han enseñado gestálticamente que el todo es más que la suma de las partes, queriendo contar así las relaciones, y eso está bien; pero además, analíticamente, las partes son más que el todo porque no todo es: hay partes suplementarias que ex-sisten, son reales y fuerzan su pertenencia al ser significativo que pretende abarcarlo todo. Muy evidentemente su valor es inestimable, por eso el reconocimiento si llega, llega tarde, desde otras partes (sin todo).

martes, 23 de octubre de 2012

El pase filosófico

“De modo que de acuerdo con la Ley (la ilusión) la Constitución es; pero de acuerdo con la realidad (la verdad) la Constitución se hace. Por su carácter es inmutable; pero de hecho cambia aunque inconscientemente, sin la forma del cambio. La apariencia contradice a la esencia. La apariencia es la ley consciente de la Constitución, como la esencia es su ley inconsciente en contradicción con la primera. La ley no tiene por contenido la naturaleza de la cosa, sino lo contrario”. (Karl Marx, "Crítica de la filosofía del Estado de Hegel", Madrid, Biblioteca Nueva, 2002, p. 131, trad. y notas José María Ripalda).


Suelo disponer de varios espacios de escritura que por momentos se atraviesan, yuxtaponen y cruzan parcialmente. En ellos experimento cosas, sobre mí y los otros; sobre lecturas y escrituras; sobre lo que hace cuerpo y descentra; y también sobre lo que no. Me he dado cuenta hace relativamente poco que hay una creencia muy consolidada, entre varios, respecto de que habría medios que ofrecen cierta impunidad (y no me refiero sólo a los poderosos). Me llama la atención ese sometimiento voluntario que no se hace responsable por la escritura, por el decir, por el acto. Pues para mí el decir, en cualquier forma y lugar, hace ley, y no el dicho. El decir se expone sin miramientos, mientras que el dicho busca justificarse, y así, reglarse. El decir se escribe para pensar en acto. Dos tentaciones a resistir y elaborar aquí (en esto sigo a mi maestro Foucault): i) que los espacios de escritura sean unificables bajo un sentido último o primero; ii) que los espacios de escritura sean distinguibles claramente y valorables por separado. Ni una cosa ni la otra: hay que sostener con coraje -de verdad- y soportar cierta incomodidad -de no dominio- respecto de las mutuas irreductibilidades entre ellos, al tiempo que su mutua imbricación, sin despreciar ni valorar unos más que otros. Ello define una praxis: la filosófica.

I.
Podría decir que el cogito de la filosofía actual, que se sostiene sin certezas últimas o primeras, se formula no obstante por medio de una mínima que se diluye en el acto mismo de su impropia formulación: cualquiera piensa, luego existo. La cualquieridad en cuestión no permite distinguir así rasgos particulares, ni tampoco formular un principio universal clasificatorio; se trama más bien en el medio, en la multiplicidad cualquiera, en la heterogeneidad de pensamientos encontrados al azar de las indagaciones. Captar -afectar y dejarse afectar por- dicha cualquieridad, exige atravesar y circular por distintos saberes (en falta) y prácticas (en exceso). A dicha (dis)posición filosófica se la suele designar académicamente como posfundacional o postestructural aunque ella, ajena a semejantes preocupaciones escolásticas de etiquetamiento y clasificación, responde más bien a las cuestiones vitales que nos afectan e interpelan en tanto seres de lenguaje. Somos herederos, es cierto, de múltiples tradiciones subterráneas, encontradas por azar, lo cual no quiere decir que hagamos culto a los muertos o juguemos a la lotería. El rigor pasa por la alternancia de los cruces hallados entre diversos procedimientos.
En dicho sentido resulta curioso, por ejemplo, cómo a veces el entusiasmo por los muertos puede trocar rápidamente en desaliento por los vivos. Es cierto que estamos ambos, vivos y muertos -así como jóvenes y viejos-, conectados funcionalmente, y hay un umbral de indistinción relativa donde no todo se distribuye según los rasgos característicos; de este modo, podemos encontrar tanto juventud en los viejos como vida en los muertos, y viceversa. Igual, no deja de sorprenderme que esta operación no se especifique, en nombre de no sé qué tipo de idealizaciones. Y cuando esta operación no se especifica, es decir, no se asume singularmente, se producen dos posiciones típicas antagónicas: i) la de los cultores melancólicos de lo sagrado (lugares, nombres, procedimientos rituales) y ii) la de los cultores maníacos de lo profano (actualidad, renovación, improvisación); también podría decirse: memoria versus olvido, pasado versus futuro, idolatría versus iconoclastía. El pensamiento filosófico vivo, en cambio, activa lo uno en lo otro generando a partir de su indistinción relativa un espacio-tiempo nuevo y múltiple a la vez. Dicha operación define, para mí, lo que llamaré -antes que post- el ser hiperfundamentalista. Y la concepción de la cultura que conlleva se asume, así, más del cultivo en el detritus que del culto en lo impoluto.
¿Qué es ser hiperfundamentalista entonces? Pues bien, es asumir la falta de fundamentos últimos o primeros hasta sus consecuencias más extremas, al punto de exceder los mismos extremos y volverse indiscernible para las valoraciones típicas, tanto de extremistas como de normalizadores; en tanto no se cae en el relativismo antifundacional que o bien reniega demasiado ostensiblemente del fundamento, aunque afirmando de hecho el equivalente universal (lógica del valor o del capital), o bien convoca con nostalgia el retorno -de los dioses- de otros tiempos y las ontologías negativas; como tampoco se cae en la banalidad  de esgrimir los fundamentos racionales típicos de los especialistas. El hiperfundamentalista radicaliza la crisis del fundamento hasta el punto de volverla inoperante, encontrando fundamentos por doquier, en cualquier lugar o nombre, en tanto se escinda del todo y se afirme como parte suplementaria; precisamente de eso va la cualquieridad -en cuestión- de lo hallado en forma contingente. La rigurosidad o la necesidad, en cambio, es lo que de allí se sigue y trama; no estaba antes, ni nada ni nadie garantiza que se (re)encuentre luego.
Ahora bien, si hablamos de un sujeto en cuestión(amiento), hay que problematizar su estatuto, explicitarlo. Pues si hay formas muy evidentes de hablar de uno mismo, por ejemplo cuando se dice ‘porque yo tal cosa’, ‘a mí me pasó x’, ‘yo pienso, luego existo’, etc., también hay otras formas más sutiles en las que quien habla puede llegar al extremo de preguntar-se ‘¿quién habla?’ o ‘¿qué importa quién habla?’, y responder-se ‘hay un se [on en francés] impersonal’, ‘habla el ser, o el lenguaje, o el ser del lenguaje’, ‘habla el inconsciente, las estructuras, el goce’. Bueno, hay formas tan extremas de hablar, de decir, de preguntar (i.e., ‘la historia de la metafísica’) que uno bien podría preguntarse: ¿pero esto tiene que ver con uno mismo o es ya otra cosa? Hay cuestiones que son irreversibles, no puedo saber si en algún momento histórico -quizás en mi infancia, o en la Grecia antigua, o en la gran caverna- el que hablaba se diluía en el relato al punto de que no importara en absoluto, pero de un tiempo a esta parte no puedo dejar de pensar que, por más sofisticado o cautivante que sea ese relato, el que habla es un ser mortal, histórico, falible y sexuado, por ende con aciertos y desaciertos, y que cuenta tanto como lo que cuenta (sobre todo el modo en que allí se des-cuenta). Eso es lo más interesante del asunto, de escuchar, o de leer.
Es cierto, también, que hay una parte infantil en quienes pretendiendo haber superado su infancia, y su creencia absoluta en el relato, se dedican a escudriñar sólo las faltas e inconsistencias del mismo (del Otro), como esperando que advenga allí, de una vez por todas -anhelando en secreto-, el cuento definitivo (el Otro del Otro). Mientras que quienes no nos lo creemos en absoluto jugamos, en cierta forma, sobre las posibilidades que abren esas inconsistencias relativas (el Otro tachado). Quizás la verdadera adultez resida en asumir la propia infancia en lo que ésta tiene de juego irreductible, al inventar sobre las fallas y aperturas del Otro. Este juego de lecto-escritura puede devenir así lo que se llama filosofía; que re-comienza, cada vez, con un acto o un pase.
Por eso, si el pase de Badiou es el de un ‘platonismo de lo múltiple’, como él mismo dice, cuya figura oximorónica aparece desplegada minuciosamente en sus principales libros (El ser y el acontecimiento, Breve tratado de ontología transitoria, Lógicas de los mundos, etc.), el mío sea quizás un pase forzado, escrito parcialmente, entre esta filosofía sistemática y el estilo antifilosófico de Lacan (Seminarios y Escritos): un anudamiento alternado y solidario de condiciones y discursos, en sus impasses locales y resoluciones composibilitantes, cuya naturaleza puede decirse “transpolítica”. (La escritura de mi tesis de filosofía, debo decir, no ha versado tanto sobre Badiou y Lacan, ni ha intentado siquiera demostrar -encadenar- o amplificar -comprender- nada, sino mostrar el nudo impropio en que un sujeto se constituye al de-suponerlo de todo saber. Y si acaso fundara una escuela filosófica, en consecuencia, sería un poco más exigente que Platón, pues pondría un cartel que diga ‘que no entre aquí quien no sepa contar -inmanentemente- hasta cuatro’.) Dicha escritura se juega -he allí su máximo riesgo, según Benjamin- al conectar entre sí heterogeneidades irreductibles.

II.
Es posible analizar así el desnivel, la dislocación o el décalage entre dos tópicos heterogéneos (en el sentido que, según remarca Milner, acontece en el matema lacaniano: cross-cap y fórmulas de la sexuación), por ejemplo entre el plano óntico y ontológico (Heidegger), fenoménico y nouménico (Kant), determinante y dominante (Althusser), ser y acontecimiento (Badiou), a partir de la brecha de paralaje, tal como lo hace Zizek; pero enfatizando más bien la idea de sutura parcial o conexión translegal de los planos discursivos que nos permiten leer ciertas figuras topológicas no orientables: banda de Möebius o botella de Klein. Si pensamos la estructura en que nos encontramos (llamémosle caverna, lenguaje, ideología, realidad o mundo) como una banda de Möebius, por ejemplo, apreciaremos inmediatamente que hay dos sentidos contrapuestos: uno que da la vuelta completa y muestra la continuidad; otro, más corto, que da la ilusión de que cruzando el borde de la banda hay justamente otro lado. Así podemos entender cómo es posible que haya dos lados que en verdad son uno, pero que a veces nos parezca ‘a todas luces evidente’ (efecto ideológico por excelencia) que son dos. Se ponen en conexión dos lados (banda de Moebius), o un adentro y un afuera (botella de Klein), y se sostiene la torsión, el pliegue o el quiasma entre ellos, es decir, no se homogenizan ni se mezclan. La clave está en el corte. La operación de corte y sutura de estas superficies topológicas, tal como la expone Lacan en L’étourdit, nos permite verificar la ambigüedad de la estructura. A raíz de esto se puede formular la siguiente pregunta: ¿Pueden ser los conceptos filosóficos también operaciones topológicas de corte efectuadas sobre superficies discursivas? Pues el concepto, afirmo, se forma justamente en esa conexión inédita entre dos superficies heterogéneas, posibilitada por un corte singular. En tanto se sostienen la heterogeneidad e irreductibilidad de ambos planos, sin reducirlos o mezclarlos indistintamente, la conexión da cuenta del pasaje inédito entre uno y otro: doble inversión (i.e. finito/infinito, consciente/inconsciente).
El concepto en filosofía es real y material porque se produce en el cruce efectivo de distintos modos históricos de pensamiento (‘procedimientos genéricos de verdad’, les llama Badiou). Se evita así tanto el idealismo subjetivista del sabio filósofo que crea a capricho un lenguaje propio, como también la postulación de una estructura de estructuras impersonal (metalenguaje) que explica toda producción reduciéndola a una lógica o término clave (científico, político, estético, etc.). En un caso y en otro el concepto de sujeto, afirmado o rechazado, es el mismo: el sujeto voluntario y consciente. En el primer caso se trata del sujeto constituyente que decide cuándo y cómo intervenir sobre una realidad previamente constituida. En el segundo caso el sujeto es definido en cambio como una mera posición impersonal, en un campo estructural que se despliega por sí mismo y lo determina. El concepto de sujeto que pensamos junto a Badiou y Lacan decide pero lo hace sobre y desde lo indecidible, implicado allí mismo aunque no determinado, en relación a lo indiscernible de un lenguaje o saber; es decir, al borde histórico de lo infundado, en sitios donde se produce un impasse o una aporía, una hiancia o una falla. En este sentido la decisión es histórica, pero ésta no es considerada un devenir autónomo, sino en múltiples temporalidades que pueden encontrarse o no. La intervención filosófica apunta a disponer posibles encuentros y a facilitar cruces de conceptos y modos de intervención o producción; para ello debe incidir sobre repliegues o subordinaciones; escindir círculos o tautologías; señalar aporías y tomar decisiones de pensamiento, tesis o formulaciones.
El ejemplo clásico más próximo quizás lo sea la lectura sintomal que aplica Althusser a la obra de Marx: señala dos espacios vacíos en la frase formulada por la economía política clásica presentada como completa (“El valor de…trabajo es igual al valor de los medios de subsistencia necesarios para el mantenimiento y la reproducción de…trabajo”), así introduce el concepto que escinde la circularidad sintomática: fuerza de trabajo. Lo más importante en dicho proceder es formar una malla entretejida de conceptos cuya materialidad consista en puntos de cruce efectivos y no en una sustancia inmanente o en punto de referencia exterior. Y sobre todo, donde se impida el predominio o subordinación absoluta o jerárquica de un modo de producción por sobre otro(s). A partir de esta lectura marxista althusseriana es posible pensar (quizás por sus múltiples metáforas al respecto) el materialismo dialéctico en términos topográficos, casi como si se tratara de los mismos desplazamientos de las placas tectónicas terrestres; donde cada praxis, en lugar de situarse como momento o parte de un saber absoluto, deviene más bien, por solapamientos y superposiciones parciales, suplementación de otra a la que el forzamiento marxista permite articular nuevos conceptos, invisibles desde la permanencia en un sólo campo o lugar. Por ejemplo, los mutuos atravesamientos de las miradas económico-políticas, filosófico-ideológicas y político-sociales. Ni socialismo utópico, ni economía clásica o filosofía idealista burguesa, Marx logra ver las fisuras de unas y otras a partir de suplementaciones y cambios de terrenos.
Afirmo que, con Badiou, la filosofía en tanto materialismo nodal no hace más que multiplicar estos movimientos, desplazamientos y suplementaciones. A diferencia de una suma ecléctica, hay que disponer de cierta sensibilidad para encontrar puntos de corte y atravesamientos productivos (‘volver lo sensible en una relación no sensible consigo mismo, eso es lo inteligible’). No es simplemente enriquecer, por acumulación, la mirada económica con la sensibilidad social, o la rigurosidad matemática con la sensibilidad artística, pues el mismo atravesamiento y contaminación entre distintos planos discursivos descompone el campo instituido (al menos en su constitución normal) y permite hacer visible lo invisibilizado en ese campo, los puntos de falla e inconsistencias obliteradas. En fin, se visibilizan los hilos de la trama discursiva que sostiene la precaria realidad en que vivimos.
En el caso de Badiou, el espacio topológico de composibilidad se da “entre” procedimientos, y el sujeto filosófico –afirmo a riesgo propio- es la operación por la cual y en la cual éste, a su vez, se constituye. El sujeto filosófico no constituye así una suerte de innombrable o impensado propio de Badiou; se halla implícito en su Obra pero no al modo de un contenido latente sino en el trabajo mismo de producción conceptual. Se esclarece este proceder a partir de la lectura que hace Zizek de Freud y Marx al comienzo de El sublime objeto de la ideología: lo que importa no es distinguir lo manifiesto de lo latente sino por medio de qué mecanismos (i.e. condensación, desplazamiento, etc.) uno deviene otro. También se entiende cómo Althusser concebía que la filosofía marxista se hallaba “en estado práctico” en El Capital (aunque más que “estado” habría que decir en “proceso” de producción teórica). Al “entre” en Badiou lo podemos hacer emerger a partir de la confrontación, por un lado, con aquellas lecturas reductivas que aplanan y homogenizan el complejo espacio discursivo filosófico, y por otro lado con aquellas lecturas que, al contrario, lo amplifican y así hacen visibles, en convergencias impensadas, otras aristas y otros pliegues.
Así, al menos, es como concibo por mi parte el trabajo filosófico; que comenzó en una tesis sobre el concepto de sujeto en dos autores principales: Badiou y Lacan, y ahora prosigue con otros autores y nudos conceptuales.


Roque Farrán

jueves, 18 de octubre de 2012

Saber, pensar, inmanencia

I. Saber.

Sé que hay muchos que se contentan con saber algo, incluso hasta mucho de ése algo -profundizan, como se dice- o un poquito de cada cosa -un salteadito, para parecer culto. No está mal. A mí, como a cualquier filósofo que se precie, sólo me interesa -quiero decir: me afecta- el saber ab-soluto, o incluso el saber di-soluto. No se confundan, no es el saber total; al menos que se sepa bien qué quiere decir un 'todo' (son cuestiones que aclara bastante Milner).

El saber disoluto es el que disuelve en su nombre -que es nada- todo saber. Es el saber que practicaba Sócrates, por ejemplo, al saber que nada sabía y, por ende, al que todo saber que no fuera ése quedaba suspendido (en su pre-tensión sabelotódica). Así, hay quienes pretenden saberlo todo de determinado autor, período histórico o tema, e incluso de tipos como Sócrates o Lacan, que justamente trabajaban en contra de esas pretensiones totalizantes, dominantes en sus respectivas épocas. ¡Vaya paradoja! A no ser que se trate en verdad de aquellos que, cual pedófilos-pedagogos del saber, se hacen expertos en lo que detestan para así manosearlo-neutralizarlo mejor (según creen, los pobres infelices).

La historia se repite tanto para los idiotas como para los sabios, pues lo que introduce la mínima diferencia, en la repetición, elude tanto la aprehensión mediático-masiva como los intrincados laberintos del saber. Resignificar los términos en juego depende de esa sutil captación de un instante fugaz, de un instante de peligro; pero, por supuesto, no todos nos disponemos a ello.

II. Pensar.

Aprehender a pensar, como respirar o caminar es simple, lo hacemos automáticamente; el asunto es hallar el modo singular de hacerlo y darle, así, un giro propio. Encontrar el material adecuado y disponerlo espacialmente, eso lleva un tiempo -lógico, claro-. La composición de un espacio-tiempo singular se despliega en anticipaciones, escanciones y resignificaciones. No todo es significado, no todo es corte, no todo es resto precipitado. El pensamiento se anuda entre esas operaciones que sitúan un cuerpo material concreto. La idea no es idealista ni sensible, se da en el medio mismo, entre varios; no todos la captan pero es accesible a cualquiera, no hace falta ascender ni lo contrario, hace falta anudar.

Se puede pensar con frases comunes, incluso obvias; se puede pensar con números, teoremas o figuras geométricas; se puede pensar con imágenes o sonidos; se puede pensar con movimientos y puestas en escena; se puede pensar incluso con frases de grandes filósofos, o poetas, o locos, o infames. Pero entonces ¿qué es pensar? Cualquier acto -inoperoso por esencia- que muestre una combinación inesperada de esos elementos contingentes, los desnaturalice y abra, así, a nuevas posibilidades, junto a ellos. Volver sensible el grado mínimo de inteligibilidad, ése a partir del cual ya no se entiende nada. Pensar el afecto con rigor y responsabilidad; que es afectar, al mismo tiempo, el pensamiento de un real que lo disloca inmanentemente, lo cual nada tiene que ver con emocionalismos. El pensamiento no es algo que se consume, es algo que se consuma (o no).

III. Inmanencia.

En ese sentido, creo que todo filósofo materialista deviene tarde o temprano spinocista, incluso más acá de que se apele a su terminología estricta, o de que se lo haya leído exhaustivamente. En un encuentro alguien decía 'ustedes creen que Spinoza lo dijo todo', por supuesto se equivocaba: no era cuestión simplemente del dicho sino del modo o de los modos de decir y pensar, asumidos en inmanencia. Uno no dice lo que dijo Spinoza, así sin más; si es sensible a la mínima inteligibilidad de su época deviene irreductible y suplementariamente spinociano, en el mejor de los casos. Esa libertad rigurosa de pensamiento encuentra sus sobredeterminaciones y empieza a contaminarlo todo (por ende, a descompletarlo). Así, si Hegel era acusado de panlogicista, bien podría decir que Spinoza y sus ignotos discípulos somos más bien panpoliticistas. Pues, en definitiva, el axioma de Nancy que postula que no-todo es político, debe ser trabajado en inmanencia: descompletando esos pequeños todos que no lo son pero no obstante lo pretenden.

De mi parte, he intentado brindar una respuesta lacaniana al 'sin objeto' de la filosofía materialista y al descentramiento correlativo del sujeto que ella requiere, en el juego de fuerzas y afectos: el nudo borromeo de sus condiciones dispares. Es mi modo de asumir la inmanencia y el no-todo que ella implica.

martes, 16 de octubre de 2012

Infancia clandestina

El materialismo que requiere nuestra época ha de ser muy sutil: exige renunciar a toda forma de saber omniexplicativa e idealista sin caer en la lisa y llana ignorancia o el escepticismo. Para eso tiene que trabajar en torno a las fallas epistémicas y extraer de allí mismo las hilachas que le permitan tramar el paño de lo real.

Lo que sigue a continuación es más bien una crítica a la crítica, o un despeje de segundo orden para que las palabras sueltas en torno a una obra se potencien y resuenen con lo mejor de ella, haciendo notar así su materialidad; para que lo dicho no obture el decir.

A la hora de analizar una obra cualquiera, no comparto mucho esa división típica que suele hacerse entre forma y contenido, así como tampoco las intenciones atribuidas a los realizadores que sin duda suelen operar en cada caso. No lo comparto porque dichas separaciones conducen a esquemas idealistas que presuponen una relación exterior entre el sujeto y el objeto. Pues creo que uno sólo alcanza a pensar junto a otros y no sobre otros -en resonancia- cuando logra captar algo de la singularidad de lo que ha sido producido, de lo abierto por una intervención tal, y no cuando emite juicios críticos desde un tribunal externo (sea éste académico, cultural, mercadotécnico o cualquier otro).

Luego de ver Infancia clandestina (Ávila, 2012), he pensado bastante qué singularidad puede haberse puesto en juego en ella; y no lo he hecho sin cierta dificultad y reticencia, debido a que siempre resulta difícil desprenderse de los prejuicios -positivos o negativos- y apreciar lo singular; lleva un tiempo. No obstante, luego de leer algunas críticas un tanto reductivas, ello precipitó de manera intempestiva. Me refiero a lo novedoso que ha aportado esta película al extraño cruce histórico, recientemente reactivado, entre política y arte, que nos atañe como sociedad en constante tensión y re-composición. Lo trataré de hacer notar desde la perspectiva materialista que me motiva a pensar. No es algo que cierre sino justamente todo lo contrario: algo que abre y potencia aunque, sin dudas, se puede abrir más y mejor, y no faltará alguna otra ocasión para evocar estas resonancias.

Cuando se habla de los recursos estéticos por una parte (demasiado hollywoodenses, se ha dicho por ahí) y de los contenidos políticos por otra (si se comprenden o no, si se comparten o no), se pasa por alto la mirada que intenta captar la película -en el entrecruzamiento de ambos tópicos- y que sólo secundariamente, me parece, podría ser calificada como la mirada subjetiva de un niño. Es la mirada singularmente intensa de una generación, de una época, de un modo de vida y de hacer política -no como mero contenido- lo que se halla en juego, de manera condensada y también precipitada. El peronismo de izquierda, tan distinto en sus modos de organización y afectividad -incluso en sus divisiones internas- al peronismo sin más (conservador) o a la izquierda sin más (ascética).

Quizás se podría definir semejante figura oximorónica de la política -a partir de ciertos indicios que brinda la película- por una suerte de materialismo de los cuerpos que enlaza de manera inmanente, entre otros tópicos: sexualidad, familia y política. Tópicos tan próximos entre sí, tan jugados ahí mismo, que inevitablemente producen cortocircuitos e interrupciones. Así, por ejemplo: el contacto físico constante, las muestras de afecto y cariño (incluso en las diferencias y choques familiares), la rígida disciplina militar, el juego, la disposición amontonada de las camas, los escotes exhibidos, el trabajo compartido, las combinaciones de sabores, y, sobre todo, el flechazo y la declaración directa de Juan (Ernesto) a su compañerita de la escuela mientras los demás se autosatisfacían en la grupalidad masturbatoria característica de esa etapa (como también su posterior y fallida huida juntos). Hay algo del orden del acto, de la entrega sin medidas, hasta del tiempo mesiánico, se podría decir, que entra en juego en esa cotidianeidad familiar atípica, y la disloca. Insisto: los contenidos y las formas son inescindibles, por ende hay que captarlos en su entramado singular si en verdad se desea captar su materialidad.

En fin, creo que lo que aporta esta película al pensamiento de la época se puede apreciar mejor en el despliegue de esas intensidades, sensualidades y afectos co-presentes pero irreductibles, dispuestos topológicamente, en proximidad, en diversidad de planos, entrelazados y yuxtapuestos (lo político, lo familiar, lo sexual), en cortos-circuitos de diversa índole. Y todo eso en un doble sentido, inminente e inmanente, y no sólo por nuestra comprensión histórica a posteriori de lo que pasaría luego con ellos, de lo que creemos saber ahora, sino por presentar un modo de vivir la historia en inmanencia -no meramente subjetivista- que nos resulta, desde nuestra actualidad distante, prácticamente inconcebible. Y sin embargo, algo de eso nos llega.





viernes, 12 de octubre de 2012

Un espacio de pensamiento material(ista)

Hace unos días, explicaba una colega (con las mejores intenciones, por supuesto, -¡qué son las más terribles!-) que las teorías eran una especie de lentes que uno se sacaba y ponía a gusto y piacere para ver exactamente el mismísimo fenómeno, que ahí se quedaba tranquilito nomás -¿vio?- esperando el cambio de adminículo. Eso era ser pragmático, decía ella, y no creerse para nada esa cosa de la verdad con mayúsculas; lo decía, además, con un tonito tan pedagógico que hacía creer le estaba hablando a nenes de cuatro años. En fin, creo que urge revisar cómo estamos formando a nuestros colegas -a nuestros iguales- respecto a los modos de conocer, de transmitir y de posicionarse frente a otros sujetos que no son meros objetos-dados-a-la-vista de esas burdas anteojeras ideológicas que se pretenden tan sueltas de(l) cuerpo.

Pues, en cuanto nos descuidamos un poquito, volvemos a reintroducir subrepticiamente el esquema de representación dual sujeto-objeto (¡nos ponemos los lentes para ver la realidad previamente constituida!); por más progres que nos imaginemos, sea cual sea la temática indagada y su diversidad (culturas aborígenes, violaciones de ddhh, trata, géneros, etc.), repetimos así la violencia del que habla 'sobre' otros desde la superioridad -por más pinche que sea- de un saber que los reduce a meros objetos (de cita, anécdota, curiosidad, compasión, etc). Por eso hay que tener cuidado -de sí y de los otros- y trabajar en la composibilidad de los múltiples saberes y verdades que constituyen (a) los sujetos, entrelazando lenguajes heterogéneos, impidiendo dominancias absolutas, habilitando pasajes alternados: por arriba, por debajo. La materialidad de los conceptos no la brinda la referencia sino la inter(re)ferencia.

Para evitar estos exabruptos, considero nos hace falta una cátedra que se llame Pensamiento Materialista, así como en su momento se formó esa de Historia  le los Sistemas de Pensamiento, en la que enseñaba Foucault; sólo que ahora, acorde a los tiempos que corren y lo que hemos aprendido del saber-poder-cuidado de sí, estaría bueno que sea colectiva (no acaparada bajo ningún nombre propio). Una cátedra en la cual se enseñe no cómo abordar ciertos autores o tradiciones, distinguirlos o clasificarlos, sino a pensar materialmente en acto, junto a ellos; sean los que sean, sin a priori ni precondiciones. Un espacio de pensamiento donde se enseñe a nadar ya dentro del agua y no haciendo ejercicios vanos al costado de la pileta. La espacialidad del pensamiento material e histórico, puesto bajo condición de lo que realmente ocurre: procesos genéricos de verdad, no puede confundirse sin embargo con ninguna de las demás dimensiones de la experiencia que tienen lugar singularmente, por ejemplo en la calle, en el barrio, en la biblioteca, en un box o en un despacho. Darle su lugar, su medio y sus herramientas propias permitiría evitar tanto el aplanamiento empirista como el abstractivo divagar del especialista ¡Ni que hablar de las fuertes corrientes anti-intelectualistas que circulan, incluso, entre cientistas sociales!

En la cátedra de pensamiento materialista aprenderíamos a situarnos en el espacio social, esa urdimbre compleja que requiere anudar al menos tres dimensiones, heterogéneas e irreductibles (¡anudar no es sintetizar!). Los conceptos de sobredeterminación, pliegue, mónada, montaje y otros tantos que habría que inventar no sólo nos servirían para ello -para ubicarnos- sino que nos constituirían como pensadores actuales y no meros repetidores, glosadores y/o aplicadores de segunda mano. La desubordinación de los subalternos empieza, también, por desapropiar esos recursos intelectuales universales que algunos se empeñan en atribuirlos a la arbitrariedad de ciertas zonas geográficas.

martes, 2 de octubre de 2012

Del imposible reconocimiento de la prostitución como trabajo

¿Es la prostitución un trabajo? Y, antes aún, ¿no hay acaso en todo trabajo algo de prostitución? Radicalicemos a Marx, con una economía del goce más descarnada -o encarnada- si se quiere, pues hay algo en el antiquísimo trabajo que devela las paradojas de la sexualidad y la imposibilidad de relación social. No hay cosa más material que estas paradojas, difíciles de captar porque se nos pegan como el chicle a la suela del zapato, por no comprometer otras partes más impúdicas en el relato.

Quiero decir, hay algo sintomático en la dificultad de reconocer a la prostitución como un trabajo legal, pues ello conectaría peligrosamente con la verdadera naturaleza -que siempre es un artificio- del trabajo ¿Qué se juega ahí? Un poquito más acá de los tópicos bien conocidos de la enajenación y la moral está lo que, en términos lacaniano-marxistas, podemos denominar goce; el cual se presenta en este caso como ese curioso pliegue de la legalidad laboral que no puede ser reconocido sin afectar profundamente la concepción -pretendidamente ingenua- del trabajo entendido como intercambio regulado y pactado de algo cuantificable.

Hay fenómenos sociales que no podemos ver, y no porque sean invisibles -como se suele decir a menudo- sino porque están delante nuestro, en nuestras narices, demasiado expuestos en su materialidad concreta, reflejando esa parte de la sociedad que somos sin que opere la típica inversión ideológica. (Son como esos objetos topológicos no orientables cuya imagen en el espejo no resulta invertida: banda de Moebius, botella de Klein, etc.). No nos reconocemos allí, nos desorientamos, pues el espejo nos devuelve la imagen tal cual es, y nosotros, por hábito, acostumbramos orientarnos a través de la inversión especular ideológica: nos definimos por simple oposición, o sea, por lo que en verdad no somos. El ser humano no sabe qué mierda es, por su constitución significante sólo conoce diferencias. Pero cada tanto aparece un sintoma que muestra el efecto de inversión del espejo, en su inanidad, y eso espanta, angustia o moviliza. La prostitución es uno de esos fenómenos. Es imposible reconocerla como trabajo pero es necesario hacerlo: allí donde eso era, un sujeto político debe -o más bien puede- advenir.

Y si el trabajo revela el punto sintomático de inversión de esta ideología idiota, que hace de todo mercancía, entonces el trabajo sexual no hace más que agravarlo y duplicarlo: es el punto ciego que condensa todos los prejuicios -de derecha y de izquierda- sobre la verdadera naturaleza del trabajo y, por ende, del goce. Así, la hilacha se ve en las fallas de una trama legal que, de reconocer esa falla-hilacha, no puede más que comenzar por deshacerse; de ahí las resistencias al reconocimiento legal. La prostitución como trabajo, el trabajo como prostitución, en sus mutuas inversiones e imposibilidades de reconocimiento, muestran la punta de una verdad sobre la que se teje todo este sistema de valores en el que nos sostenemos -precaria pero violentamente- regulando los goces a través de múltiples dispositivos de saber-poder-cuidado, y la mar en coche.