jueves, 29 de septiembre de 2011

Inversión de la causa: el neutrino y el objeto a

Parece que se ha producido todo un acontecimiento en la física (hacer click en este párrafo para ver la nota) que, de continuar con las rigurosas indagaciones experimentales hechas hasta el momento, cambiaría todas las coordenadas teórico-conceptuales que daban inteligibilidad al mundo-universo (físico).

Lo más interesante es que esta puesta en cuestión de la teoría de la relatividad, producida por la velocidad a la que viajan los neutrinos, rompe con la vieja noción de causalidad, que disponía en orden de sucesión el antecedente y el consecuente, pues ahora la invierte: el efecto puede ser anterior a a la causa. Algo que en nuestras materialidades discursivas, en nuestra modalidad de trabajar el concepto (al menos desde Freud, Benjamin, Lacan, Badiou o Agamben, por citar algunos nombres), casi diría, constituye un axioma más del materialismo.

Y quizás lo más palpable de la entrevista linkeada sea cómo se manifiesta la angustia del físico ante el cambio repentino; quién desde niño, nos dice, aspiraba a entender cómo funcionaba la totalidad del universo. No se trata de psicologizar o sociologizar, pues esta actitud de aprehensión al cambio bien puede afectar a toda una comunidad científica, sino de hacer notar simplemente cómo el neutrino se constituye en el objeto a de la física relativista, tan inasible y veloz como éste último (aunque también pueda ser minimamente aprehendido).

Del juego del carretel (fort-da) del nieto de Freud a la Ciencia de la Lógica de Hegel, de las marcas en huesos primitivos de ignotos cazadores a las complejas fórmulas físico-matemáticas de modernos científicos, el ser parlante ha buscado históricamente simbolizar esa hiancia irreductible por donde se escurre la totalidad del Universo junto a su explicación acabada. El enigma del deseo no remite así a ningún diferimiento de una presencia imposible, siempre anhelada; se circunscribe más bien a ese abismo sobre el cual el ser parlante se dedica a saltar cual equilibrista, una y otra vez, con artilugios simbólicos cada vez más sofisticados.

Nota aclaratoria: el objeto a es el objeto por excelencia del psicoanálisis (según la teoría lacaniana); y goza también del estatuto de "resto" que se desprende del aparato simbólico. No obstante se encuentra articulado allí, donde falla lo simbólico, mediante una temporalidad suplementaria que se alcanza y se pierde en una serie de anticipaciones significantes (interpretaciones) y resignificaciones retroactivas (elaboraciones). La materialidad del discurso psicoanalítico, y su dimensión ontológica, es sutil pero no por ello menos efectiva que la de la física.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Desaparecer (por el trazo mismo de la letra)

Quignard escribe: "Tres fueron los hombres que se enfrentaron al embrujo de las sirenas, esas extrañas aves que atraían irremediablemente a los marineros con su canto: Ulises, que tomó la precaución de hacerse atar de pies y manos al mástil de su navío, escuchó y sobrevivió; Orfeo, que en la expedición de los Argonautas vislumbró el mortal peligro de su música y lo neutralizó con las notas de su cítara; y Butes, navegante y compañero del anterior en la misma aventura, que sucumbió al hechizo y se arrojó de la nave."
Se me ocurrió que sería interesante probar con estas variaciones en torno al destructivo canto de las sirenas: atarse, neutralizar, arrojarse. Y en relación a las voces en general están también las que toma M. Dolar de Kafka: Josefina la ratona, Ulises otra vez y el perro investigador. ¿Cuántas más habrá? Lo ignoro. Pero sí estaría bueno saber, al menos, que hay variadas alternativas al encantamiento destructivo de las voces, incluso en el caso extremo que parece ser el arrojarse, pues ¿quién podría asegurar que no hay allí un exceso irreductible a ese mismo llamado, más aún, siendo instruidos actualmente (como antaño) sobre la posibilidad de alternativas más 'civilizadas'? Arrojarse ¿y desaparecer?
Reescribir la escena.
¿Qué pasa cuándo uno desaparece? Pues vienen las múltiples voces. Ellos me preguntaban, cada tanto, ¿vos te acordás de mí, de nosotros? Cuando eras chiquitito te teníamos en brazos, te mecíamos, te llevábamos a pasear por la plaza, al parque, ¿te acordás? Quisiera, tanto quisiera acordarme, pero no puedo. Porque yo había desaparecido también, junto a ellos, entre sus sueños. Yo era otro y estaba ya en otra parte, en otro tiempo, quizás en algún lugar maldito, olvidado, y nada más. Las voces fueron luego un alud inmemorial que en su retorno me arrebataba, como olas, y yo apenas suspendido entre ellas, alborotado, ya no podía decir ni yo. Y sin embargo -ahora recuerdo- frente a mí, en ese momento incomunicable, estaba mi hermano, mi hermanito; y quería yo decirle, contarle todo esto. No podía. Apenas partes escribía yo-de-a-poco, o empezaba a hacerlo y deshacerme. Leía, leía todo el tiempo. El tiempo tomaba la forma de una lectura obsesiva, y cada tanto, ráfagas de escritura, esbozos, trazos. Algo, alguna vez, le leí a mi hermano, a mi hermanito. Un escrito perdido que hablaba, apenas, balbuceaba sobre treinta-mil-nombres-del-padre que hacían doler mi escuálida existencia. Imposibilidad de acción, imposibilidad de las formas. No sé si llegó a escucharme aquélla vez. Él hizo suya su elección y yo la mía. Hoy vivo para testimoniarlo, apenas puedo: escribo.