miércoles, 30 de marzo de 2011

Lo Real en su lugar

"El no todo del final es también un no todo leer. De donde este final de análisis cuya marca propia es el cambio de posición, es decir, de afecto, en relación a la verdad y a lo real imposible. Este cambio que va del horror a la satisfacción sirve como conclusión pues el afecto testimonia indirectamente que lo real ha sido puesto en su lugar por y dentro del decir del analizante. Tal es finalmente el efecto terapéutico-epistémico del psicoanálisis. Y él es el único que lo tiene." (Colette Soler, Poner lo Real en su lugar)
De dicho viraje afectivo -de sus avatares- puedo dar testimonio en el decir que es el mío, impropio, cuando pasa (que digo en ese sentido). De lo otro que habría que hablar, al mismo tiempo, es que poner lo Real en su lugar (que es el nudo) coimplica el de-poner (o la deposición -con todo lo escatológico que se quiera oír ahí) al sujeto supuesto saber y la escisión del lugar mismo (o sea el fin de la transferencia idealizante, fin de análisis en terapia, y el comienzo de la lectura/escritura bajo el riesgo del nombre propio).

lunes, 21 de marzo de 2011

Detenerse en el nodo

Detenerse un tiempo en el nodo, en el no-dominio de lo nuevo, nodo nimio, trivial, evanescente. Suspenderse ahí, ser-ahí un ratito, una ratio, un mínimo vital inmóvil. Jugar con la letra.
Se pasa por alto, habitualmente, el no-saber porque angustia (¿por qué, ah?), se sabe demasiado.
Pero, insisto, detenerse un poco allí, sobre el borde ¿Se puede llamar goce a eso? Sí. No lo calificaré.
Lo tri-vial se pasa por alto, digo, se desestima por inconsistente y sin embargo...tres vías circunscriben un impasse, y ¡caramba! no es poca cosa.
Cuando se deja de saber, por un instante nimio, trivial, hay que empezar por contar: uno, dos, tres ¡ya está! algo se detuvo, cesó, luego pasó.
Luego retomar, significar, variar, infinitamente, pero ese instante no tiene precio ¡es invaluable!
Detenerse en el no-dominio-nimio-trivial, eso era todo (desde una parte ¡ah, este tiempo!).

viernes, 11 de marzo de 2011

Literatura y política

Me gustaría dejar constancia, en este minúsculo espacio de escritura, de un debate que ha tenido lugar apenas, debido en parte al oportunismo mediocre de los medios. Me refiero al debate sobre literatura y política que esbozó Horacio González en torno a Vargas Llosa. Transcribo aquí el texto que mejor ha condensado, desde mi punto de vista, el asunto: cómo la lengua misma se teje de la ideología política (no hace falta suponer ninguna intencionalidad).

La feria de Vargas

OPINION
Por Américo Cristófalo *

“La ciudad no hablaba de otra cosa.”
Vargas Llosa, El sueño del celta

La polémica de estos días acerca de Vargas Llosa –la invitación que le concede la Fundación El Libro para abrir la Feria de Buenos Aires, y las dos cartas de Horacio González– puso en escena una serie de supuestos acerca de lo que es posible decir, qué actores y en calidad de qué lo dicen, cuándo decirlo, y la oportunidad política de hacerlo. Supuestos de compleja elucidación y que merecen alguna mesura mayor, pronunciamientos más serenos, un lenguaje más sutil para el tratamiento de las categorías en disputa: censura, libre expresión, literatura y política, etc. Pero hay dos presunciones que han tomado la apariencia de verdades universales. La primera se refiere al carácter “indiscutido” de Vargas Llosa en cuanto escritor, independientemente de sus opiniones; se lo ha llamado “gran maestro” de la novela, se invoca el consenso del Premio Nobel, se habla de su “inmensa erudición”, se juzga eminente su obra... en fin, se pone a Vargas en la cima de la literatura contemporánea en lengua española. La segunda presunción establece que las instituciones públicas no deben ni pueden pronunciarse acerca de lo que en el terreno del libro hacen o deshacen las fundaciones privadas, el mercado y la industria cultural; se considera peligroso y aun aberrante que una institución del Estado abra y promueva un debate en este sentido, se recurre al típico prejuicio liberal, por otra parte propio de propagandistas y agentes como el Nobel implicado, que de entrada cierra toda alternativa de discusión alrededor de un sector simbólicamente sensible de la producción y las prácticas culturales, y se estima que el Estado no tiene nada que hacer ni decir acerca de ellas.

Por razones que no sería pertinente delimitar aquí, algo –llamémoslo provisoriamente deseo– comprende la distinción entre novela estándar y novela, probablemente porque la novela moderna buscó desde siempre la negación de la novela. Esta cualidad negativa fue uno de sus rasgos fuertes hasta aproximadamente la década del ‘80. Hablo de la potencia que dio lugar a Ulises, a Molloy, a las sagas faulknerianas, por citar momentos clásicos, o entre nosotros novelas como, Cuerpo a cuerpo, de David Viñas o El amhor, los orsinis y la muerte, de Néstor Sánchez, o La experiencia de la vida, de Leónidas Lamborghini. El debate hasta aquí viene excluyendo con todo cuidado lo que se revela en la política de las formas. Se define al ex candidato como escritor de derecha porque opina y propaga argumentos tópicos de la derecha política. A mi modo de ver, Vargas es un escritor de derecha porque ha sabido interpretar y cumplir con evidente docilidad, libre sometimiento y sentido de ocasión, el giro general que a partir de los años ’80 se recomendó aplicar y se recomienda seguir aplicando desde los grandes consorcios editoriales. Pasado el suspiro verde-continental del boom, para superar 20 mil ejemplares había que acomodarse al conjunto de normas de la industria editorial, tardíamente alcanzada por conocidos y quizás inevitables movimientos de concentración, bancarización y virtualización financiera, movimientos que dieron paso a la moneda universal única de la novela, el mismo relato escrito una y otra vez en Tokio, Londres, Buenos Aires o Lima, con variantes de ingenio, mayor o menor competencia técnica y en lenguas llamadas neutras. Un lenguaje de novela que no tenía el alcance que llegó ahora a tener cuando Barral era todavía el señor Carlos Barral, y Gallimard el señor Gastón Gallimard, y los dueños del negocio no eran fondos de inversión que apresuran resultados a Prisa. Es al menos ingenuo pensar que los grandes procesos de monopolización editorial se limitaron a cambiar la forma y fachada del negocio. Tuvieron y tienen una incidencia no del todo entendida, asumida irracional o deliberadamente, sobre las elecciones formales, los procedimientos técnicos y la ideología literaria. El malentendido es fenomenal. Vargas es un escritor de la derecha porque opina lo que opina y porque en correlato habla plácidamente la lengua mitológica, oscura y redundante de las fórmulas salvajes que impuso la industria cultural. Escrituras como las de Viñas o Lamborghini (ver Tartabul, 2006; ver Trento, 2003) persistieron en cambio y a través de la novela sobre tonos dramáticos, satíricos y desmitificadores de la cultura. No está de más agregar al debate que Vargas, su premiado trabajo de novelista, responde al llamado celestial del mercado y que ese llamado es un mandato acerca del buen hacer narrativo: claridad y sucesividad de trama, personajes consistentes, equilibrio, intriga, peripecias ocurrentes, enciclopedismo histórico, psicología, destreza de voces, etc. El conjunto de apreciaciones que domina la correcta literatura con agregados de color existencial, altisonancias culturales, alardes profundos, aburrimiento insípido, frases solemnes y empalagosas. Cartón lleno.

Por la vía de las comparaciones y semejanzas se escucha insistentemente en estos días, y como réplica a la discreta sugerencia de Horacio González, llevada al paroxismo de la sordera y la deformación: “¿Y qué hubieras hecho si la inauguración de la Feria se la daban a Borges?”. Refiero la ligera comparación “ideológica” entre Borges y Vargas, definidos según se dice por una común costumbre conservadora. Dicho muy rápidamente, Borges permaneció en la lengua Borges, permaneció irónicamente exterior a la lengua del espectáculo. Habló una lengua acriollada, una lengua reminiscente, que se estimó elegante en la elusión o la cita estereotipada de tonos plebeyos, una lengua que se presentó según linajes argentinos, una lengua escrita sobre una superficie muy delgada, que quiso arrogarse una vaga hazaña incorpórea. Esa lengua tan reconocible y problemática para lectores argentinos, objeto discutible para el oído puesto en otros lenguajes argentinos, no está sin embargo arraigada en la difusión contemporánea de las reglas y ritmos de la industria editorial. Vargas Llosa, según esta somera hipótesis, se movió en el sentido de la nueva derecha cultural, se inclinó a su lengua, la propagó tanto en su catálogo de opiniones como en su obra de narrador. Y para un lector atentísimo a los matices, a las implicancias políticas de la lengua y las paradojas borgeanas como Horacio González, imagino, o mejor, tengo la certeza de que esta comparación debe resonarle como uno más de los muchos absurdos que inesperadamente se pusieron en marcha esta semana.

El segundo supuesto, la idea de que las instituciones públicas no deben opinar, ni ejercer ninguna tarea crítica respecto de las iniciativas privadas, define un tejido político, una ciudad –mal que le pese al seudoliberalismo contemporáneo– muy escasamente republicana. El estado de derecho no se define sólo por el monopolio de la fuerza, por la sujeción a la ley o el cumplimiento de las obligaciones y garantías civiles; es también, como se sabe, un dispositivo de mediación en la conflictividad social. La industria de la cultura no es un bloque homogéneo, está compuesta por una multiplicidad de actores e intereses enfrentados. Y la Feria del Libro es un objeto cultural de la misma naturaleza que los medios de comunicación. Un objeto de masas. Uno o dos grupos de empresas editoriales, empresas de composición financiera de capital, empresas que controlan y obtienen los mejores precios de insumos, capaces de grandes programas de marketing, empresas asociadas a gigantescas cadenas de distribución nacional e internacional, empresas que representan el 5 por ciento de las casas de edición que funcionan en el país y que dominan cerca del 80 por ciento del mercado, esas empresas que convierten a Majul en escritor y lo llevan a altísimos niveles de venta, esas empresas, de las que el conferencista Vargas es socio y amigo, las mismas que rigen pautas y consensos formales acerca de lo que debe ser una novela, son las que lo proponen y promueven junto con oscuras asociaciones y fundaciones emparentadas con la escuela de Chicago y con los amigos hollywoodenses del rifle. ¿Por qué no habrían de expresarse acerca de esta realidad las instituciones públicas, universidades, bibliotecas, secretarías y subsecretarías que están en relación con la vida cultural? ¿Por qué no habrían de expresarse críticamente los intelectuales argentinos o aun las empresas, los escritores y artistas que padecen las brutales asimetrías del sector?

Cristina Fernández interpretó con toda eficacia el tenor del debate, y desde su investidura puso sin ningún género de duda que en ningún caso se trata de impedir al señor Vargas (a pesar de sus conocidos desvaríos acerca del carácter del gobierno argentino, de los argentinos y del clima en el que estamos) que nos deleite e instruya con su conferencia inaugural. Entiendo sin embargo que este no fue un modo de clausurar el debate, sino más bien un modo de inspirarlo y extenderlo. Si este episodio quedara en la mera anécdota –como escuchamos decir sistemáticamente en los medios de comunicación y por boca del propio Vargas– de que un “pequeño grupo” de intelectuales “vetó” su palabra sacerdotal, se habría empobrecido y disuelto el interés real que representa y que apunta a una reflexión seria a propósito del estado de la cultura, de sus industrias y de las políticas culturales. ¿No es este momento argentino un momento propicio para dar con intensidad los debates que, comparables con las discusiones sobre ley de medios, pongan foco sobre cuestiones de primer orden como la democratización de la palabra, el libro, la educación literaria, los usos de la lengua?

Dos palabras más acerca del furor comparativo que se ha despertado. Abel Posse, por ejemplo, argumenta en televisión en el sentido de que los dichos “provocadores” de un escritor no deben alarmar, y que la provocación de Vargas es comparable a las de Flaubert o Baudelaire. Si la comparación con Borges no resiste discusión, esta otra resulta una enormidad disparatada. Flaubert o Baudelaire, dos casos bien conocidos de desprecio de la moral dominante, señor Posse. Usted y muchos, aunque difieran de usted, no entienden que Vargas está rendido al discurso difuso o uniforme de la mercancía espectacular; acoto que no es alarma lo que ocasiona, sino más bien, y en el terreno de las emociones primarias, otra que educadamente declino nombrar. Son frágiles y huidizas las acciones, pero diremos que el teatro de Vargas presenta al profesional correcto, en su círculo acumulativo, en su régimen de conservación, que nada tiene eso que ver con las distancias flaubertianas, con la invención idiomática de Borges, con el derroche baudelairiano. Ni tampoco con el riesgo de escritor que ha asumido Horacio González, del mismo modo: en sus declaraciones públicas como en sus libros y artículos, como en su extraordinario trabajo al frente de la Biblioteca Nacional. La literatura se hace siempre con la vida, señor Posse. Diremos algunas obviedades más para terminar: que la prohibición legal que pesó sobre Las Flores del Mal se levantó en Francia casi un siglo después de su primera y condenada edición. Que ese libro cambió el destino de la lengua poética, que Bouvard y Pécuchet desafió la metafísica tradicional de la novela, y que los libros de Vargas, pienso, no han ido más allá de las formas convencionales de la literatura moderna.

* Director de la carrera de Letras, UBA.

martes, 8 de marzo de 2011

Política y Existencia

"La política no tiene la tarea de trazar la identidad o el destino de lo común, sino de dictar las reglas -incluso al infinito- de la justicia (por lo cual tiene que ver con el poder). Mientras lo común pone en juego la existencia (por lo cual tiene que ver con el sentido). Y es de la distancia entre el sentido y el poder de lo que se trata aquí. Uno no excluye ciertamente al otro, pero tampoco lo sustituye (lo que no anula la legitimidad de la revuelta sino que disloca sus horizontes). Lo teológico-político absorbe a la vez el poder como el sentido, la justicia y la existencia, de modo que lo político termina por reabsorber en sí a lo común (o viceversa). Y, es más, ya no se comprende qué cosa signifiquen 'común' y 'político'. Es esto lo que nos vuelve tan perplejos ante la palabra 'democracia'. Se trata entonces de pensar el intervalo entre lo común y lo político: no se pertenece a uno de la misma manera que se pertenece al otro, y no 'todo' es 'político'. Así como no 'todo' es 'común', puesto que lo 'común' no es un todo y no es una cosa. Entre el poder y el sentido hay proximidad y hay distancia, hay -a la vez- una relación de poder y una relación de sentido...Tal vez sea una forma inédita de relación del hombre consigo mismo, que no podría ser 'el final de sí mismo' (si éste es el fundamento de la democracia) sin distanciarse también de sí, para impulsarse más allá" (Jean-Luc Nancy, "Tres fragmentos sobre nihilismo y política").

En este breve extracto, con el cual concluye Nancy su artículo, se condensan la perfección formal de la escritura y una tesis muy fuerte sobre lo que implica la política democrática en nuestro tiempo. A tal cruce efectivo estaría dispuesto a llamarle, con todo gusto: pensamiento. Distinción y distancia, aunque en proximidad, entre la política y los modos irreductibles de existencia. No todo es política -lo mismo decía en La verdad de la democracia- pues ella debe garantizar que haya apertura hacia lo común de la existencia (gestos, obras, amistad, amor, decía Nancy; producciones genéricas de verdad, diría Badiou) en lugar de asumir la regulación del "sentido" que a-comuna. Se ve una y otra vez resurgir este peligro que entraña propiamente lo teológico-político (vía negativa o positiva), cuando se intenta ligar la política a ciertos términos privilegiados que otorgarían sentido a la existencia (en) común. Por ejemplo, como lo hace del Barco con términos como "hospitalidad", "mansedumbre", "amor", etc. en su texto "Notas sobre la política" -lo señalaba en otra entrada del blog- donde la aparente multiplicidad queda "subsumida" bajo un solo término.

"Es en ese otro que Sistema, en ese hay post-trascendental, donde muere o se extingue la política y donde surge como acto fundante (a partir de la caída de todo fundamento) y, a la vez, Imposible, el Imposible 'amor' que pide incluso, hiperbólicamente, amar al enemigo. Pero desde allí, desde ese Imposible, 'políticamente', si es que la palabra aún le cabe, es posible volver a plantear el mandato no-posible pero a la vez el único posible, de la compasión, de la piedad, de la solidaridad y la hospitalidad, en otras palabras, el acto del amor como amor-real, me atrevería a decir ontológico. Sin esas formas, repito subsumidas en un nombre y 'ontologizadas' (dándole 'un codazo', o fuera o por sobre toda ontoteología), no hay espíritu y sin espíritu no hay comunidad ni hay hombre, pues 'llamamos' hombre precisamente a esa manifestación trascendental del amor. Tal vez la única 'política' posible, más allá de los niveles opresivos, oprobiosos y trágicos del Sistema, a los que hay que resistir y combatir, sea el amor." (Oscar del Barco, "Notas sobre la política", cursivas mías).

Tanto Nancy como del Barco invocan cierto trascendentalismo (un "más allá") en relación a lo que define al hombre, pero mientras el primero habla de un "distanciamiento de sí" que (lo) impulsa, de un "intervalo" entre política y sentido, el segundo cae en una nominación que identifica al hombre (su humanidad genérica) con el "amor-real" (religioso), lo unifica y detiene. Nunca más claro que en aquéllas dos citas, se expresa la rigurosidad del pensamiento filosófico actual para marcar sus diferencias inconciliables, que muchas veces se confunden en la apreciación estética de la escritura (¡como si fueran metáforas sin consecuencias!). De hecho, creo que esta dificultad de "distanciarse de sí" se nota en del Barco, ya más groseramente, en sus declaraciones ético-políticas vertidas en cartas públicas (polémica "no matarás" o, recientemente, contra Gelman) que no trabajan en torno la escritura/pensamiento.

Afirmo entonces junto a Nancy, Badiou y tantos otros: hay que mantener la distancia en proximidad, el intervalo irreductible entre política y existencia, en vigilancia constante de cualquier sutura y unificación totalizante de sentido (político-religioso) bajo un término privilegiado; eso es lo que define rigurosamente, para nosotros, la tarea filosófica y política que exigen los acontecimientos heterogéneos (existencias irreductibles) de nuestro tiempo.

miércoles, 2 de marzo de 2011

La parrhesía de Cristina

Cristina en su discurso impecable de ayer -cuyo mayor mérito, para mi al menos, se debió más a su decir veraz que a su retórica- habló de "certezas"; hay que prestar mucha atención al carácter fundacional que expresan esas palabras, pues implican un cambio de paradigma efectuado sobre actos políticos concretos (que los números apenas indican). Cuando se efectúa un cambio paradigmático de tal índole -que también se expresa en la multiplicidad de planos discursivos que atravesaron su decir- hay ciertas posiciones y pro-posiciones que se descalifican solas (no hace falta contestarles) pues pierden sentido. Pienso en los clarinetistas y en los comentadores insoportables de los diarios, por ejemplo. Se nota que algo ha ido aprehendiendo nuestra presidenta, entre duelos y elaboraciones varias, y nos lo está enseñando ejemplarmente (también a la oposición). Me da una inmensa alegría vivir en un tiempo que creía imposible (aunque sea muy difícil estar a la altura de las circunstancias).
Aclaración filosófica-ontológica: la disolución de los "marcadores de certeza", a este nivel, no impide que en la cotidiana contingencia en la que se inscriben nuestros actos vayamos produciendo marcas simbólico-materiales efectivas (al andar se hace camino); es más, lo segundo sólo es posible si se ha asumido verdaderamente lo primero.

martes, 1 de marzo de 2011

Hablar en nombre propio

Transcribo aquí un texto que salió publicado en Nessie, hace un tiempo ya, donde ensayaba esto de hablar en nombre propio, con la menor cantidad de citas posible (o más bien: citas con amigos, con gente próxima). Sobre la coyuntura política en clave filosófica y psicoanalítica.



Inversiones entre filosofía y psicoanálisis, o de un decir (désir) eminentemente político.

Roque Farrán


Situación. En una breve nota publicada en Página 12 (Martes, 30 de junio de 2009), Juan Forn ha logrado condensar claramente lo que significa aún hoy ―sobre todo “hoy”― una “identidad de clase”, una muy fuerte identidad de clase hay que decir. Comienza citando un célebre cruce de palabras entre dos líderes comunistas: “Es famoso el intercambio de palabras que tuvieron Nikita Kruschev, líder supremo de la URSS, y Chou-en-Lai, mano derecha de Mao, cuando se vieron por primera vez las caras. Kruschev, que era hijo de campesinos pobres, inició la conversación diciendo: ‘Me temo que usted y yo tenemos pocas cosas en común’. Chou, hijo y nieto de mandarines, lo corrigió con delicadeza: ‘Algo tenemos en común. Los dos somos traidores a nuestra clase’”. Anticipa así cómo concebirá, en una crítica radical a ciertas figuras político-mediáticas de la actualidad argentina, la construcción de un pensamiento propio en abierta disidencia con la privilegiada clase social a la que se pertenece por nacimiento. La crítica de Forn es a mi entender sumamente aguda porque da con el nudo mismo por el que se sostienen las identidades subjetivas puestas en juego, es decir, en el cruce efectivo de algunas variables psíquicas, familiares, educativas y sociales. El “Yo fuerte”, figura psicológica por antonomasia, extendido a través de algunas declaraciones altisonantes a un “nosotros” aglutinante de contenido económico-social más fuerte aún, constituye el blanco de su exposición. Nunca lo había leído de manera tan clara y contundente, quizá porque lo expresa alguien que, según dice, perteneció a la misma clase de los poderosos sobre los que escribe (al menos fue a los mismos colegios), y que siente por ello, íntimamente, la “cobardía moral” que destilan personajes como Biolcati, De Narváez, Macri o Prat Gay . En este párrafo se condensa el núcleo afectivo y lógico del argumento de Forn:
“Hay un momento básico en la construcción de la propia identidad en el que uno siente que, de todas las maneras de equivocarse que tiene a su disposición, ninguna es peor que aceptar la idea de la vida que tienen nuestros padres, o los mayores a secas. Es un momento fulminante: el instante en que se descubre con terror y alborozo que uno es capaz de caminar solo, por vacilantes que sean los pasos que dé. Es una sensación inolvidable. Es algo que pienso invariablemente cuando escucho hablar a Macri, a De Narváez, a Prat Gay: que, a diferencia de las personas normales, el núcleo duro de la identidad de estos tipos, la piedra basal de su personalidad, es lo que les inyectaron por ósmosis desde la cuna, lo que les dijeron que eran. Esa herencia, esa certeza, es no sólo su principal capital político sino también su único signo de identidad.”(Juan Forn, “Nosotros” en Página 12 Martes, 30 de Junio de 2009)
La locura máxima, la locura suprema, llevado al extremo: la paranoia, consiste en esta creencia absoluta en un Yo fuerte, en un “nosotros” plenamente constituido, sin fisuras, para el cual cualquier diferencia, cualquier otredad, significa un peligro inminente para su propia identidad de clase (así de frágil resulta su fortaleza). La enseñanza de Lacan apuntó desde el inicio a dislocar esta centralidad del Yo, de la identidad especular que no quería saber nada del deseo ni de la división subjetiva que su asunción implica. Lacan fue quien comenzó por disparar contra el Psicoanálisis del Yo y sus epígonos que proliferaban en EEUU y algunos lugares de Europa. Pero ya se ve, si algo caracteriza al Yo es resistir; todavía estamos en eso. Las terapias new age, las cognitivo-comportamentales y hasta algunos personajes que se dicen “lacanianos” siguen intentando fortalecer al Yo (la imagen narcisista), empujando hacia la locura; a medir los tratamientos según el éxito económico por ejemplo (de ambos); a ser un “buen empleado” en detrimento de la asunción del deseo propio, como dice Lacan explícitamente en una conferencia que dio por ahí (incluida en el librito “Mi enseñanza”).
Siempre pensé que la dificultad de la gente progresista (de izquierda si se quiere) era la división incesante que engendraba el narcisismo de las “pequeñas diferencias”, mientras que los de derechas, por el contrario, la tenían absolutamente clara: era cuestión de dinero y de poder, para eso se juntaban, en eso no había desacuerdo. Pero no me había percatado que bajo este supuesto pragmatismo de la ambición se desplegaba la máxima locura, la de una identidad plenamente constituida, fanática, idiota; identidad que comienza ahora y cada vez más sin tapujos a levantar la voz (la voz del Amo, por supuesto). Además, creo que la nota tiene el mérito de haber señalado valerosamente por qué es necesario, pese a todos los peligros, sostener el deseo propio; aprender a caminar por sí solo, sin padres ni mayores; lo que me empeño en traducir por hablar en nombre propio. Lo cual implica asumir, a su vez, la ineludible división subjetiva y la destitución de ese Yo pleno auto-satisfecho. Así lo expresa Forn:
“Detrás de ese ‘nosotros’ están, por supuesto, el campo y los bancos, el polo y el rugby, la Iglesia y los countries. Pero lo que a mí me salta más nítidamente a la vista cada vez que escucho hablar a De Narváez, a Macri, a Biolcati, a Prat Gay, es su cobardía más íntima: que nunca, nunca, se hayan atrevido a pensar nada por sí solos, que hayan esquivado todas las oportunidades que les salieron al paso para construir su identidad con sus propias palabras, que sean incapaces de ver en la palabra ‘nosotros’ otra cosa que un atávico mecanismo reflejo que les permite identificar al instante quién es como ellos y quién no” (Ibid.).

En este texto me he propuesto reunir una serie de escritos fragmentarios sobre una problemática (en) común: la imposibilidad de pensar la política desde una noción claramente definida de Clase o, lo que es lo mismo, un Nosotros. De este modo quizá descubramos, en el recorrido imprevisto, que aceptar tal imposibilidad nos abre otras vías posibles de afirmación y, llegado el caso, de invención colectiva. Recomencemos por una inversión conceptual entre dos disciplinas, dos autores próximos.

I.

Vacío. Badiou sitúa su diferencia con Lacan respecto al lugar que ocupa el vacío en cada teoría. Mientras el primero piensa al vacío del lado del ser, hasta el punto que es su nombre propio, el segundo –según Badiou– lo colocaría del lado del sujeto -sabemos: el sujeto es un operador vacío entre significantes. Sin embargo, esta simple distinción no basta para pensar la diferencia entre uno y otro (Lacan/Badiou, Sujeto/Ser). Creo que hace falta extraer otras consecuencias de esta distinción, remitiéndola al conjunto complejo –al nudo– de conceptos de ambos autores.
En principio, si bien el nombre propio del ser es el conjunto vacío, el ser-en-tanto-ser en su generalidad antepredicativa es múltiple puro, es decir, múltiple de múltiples, múltiple inconsistente enunciable sólo mediante axiomas matemáticos. División incesante, no regulada, de partes en más partes. Pensado de manera aproximativa, por fuera del discurso ontológico, sería la pura dispersión sin límite. Por lo tanto, es la operación de sujeto la que fija parcialmente en Badiou -ya que es una configuración local finita- la dispersión absoluta de los términos-múltiples, al forzar la estructura a contar lo incontado –su verdad- por la infinitud espuria.
En Lacan este proceso se encuentra invertido. Es el sujeto la instancia que encarna la división entre significantes, figura evanescente que emerge en eclipse, mientras que la fijación parcial y el índice de la finitud están del lado de ese ser parcial que es propiamente el “objeto a”. Es decir que si pretendemos forzar alguna ontología en Lacan ésta será del orden del objeto parcial finito, de cuyo estatuto imposible de aprehender los movimientos infinitos de subjetivación intentarán dar cuenta. Es en este punto donde ambas posiciones, la de Lacan y la de Badiou, pese a la inversión se acercan en una suerte de quiasmo. Sucede que el sujeto del que habla Badiou no es uno sino múltiple y cualificado, pues existen al menos cuatro: el artístico, el político, el amante, el científico; más un (no) sujeto: el filosófico que los piensa conjuntamente. Por lo tanto, si bien un sujeto es una configuración local finita de un procedimiento genérico de verdad, los modos de trazar y pensar las distintas configuraciones singulares pueden ser múltiples infinitos. Por otro lado, en Lacan si bien el “objeto a” presenta cuatro modos distintos de aparecer (semblantes): voz, mirada, heces y pecho; los modos de circunscribirlo (los trayectos pulsionales) son infinitos. Así vemos como finito e infinito se articulan en ambos pensadores, y cómo la inversión de los términos no deja de presentar una curiosa simetría. La “diferencia” quizás pase por los modos de circulación que habilitan ambos discursos: mientras Lacan convoca al arte, la filosofía, la lingüística, las matemáticas, etc. para circunscribir el impasse sexual, Badiou articula de manera equivalencial distintos procedimientos genéricos, sin que ninguno subsuma al otro completamente, cada problemática singular es irreductible (real) lo cual no impide el cruce fructífero (transferencial) de conceptos. A partir de aquí ensayaré algunos cruces electivos.

II.

Política. Que extraño movimiento aquel que ni bien anuncia su apertura ya pronto se está cerrando, y se cerró. Lacan decía que el inconsciente nunca podría ser un lugar apto para turistas pues es como una especie de caverna que se cierra al llegar y se abre al retirarse (¡para colmo de males se abre llamando desde adentro!). El inconsciente es político. Extraño desencuentro entonces el que produce lo Real como encuentro fatalmente fallido (tyché) con la quaestio. En este juego pendular de lecturas cruzadas, entre contingencia y necesidad de sentido (perdido hace tiempo), creí haberme encontrado, es más, haber coincidido plenamente con la exposición de Oliver Marchart en El pensamiento político posfundacional (FCE, 2009), y sin embargo al concluir él ―escritor― y al arribar luego yo ―lector― me di cuenta que no me contaba allí. En suma: la diferencia óntico-ontológica heideggeriana, primeramente aludida por Marchart, recibirá su fundación retroactiva de la diferencia que ella misma posibilitó: la política/lo político, breve juego significante que se cierra abruptamente luego de un breve recorrido por autores próximos entre sí (Nancy, Badiou, Laclau, Lefort), bajo una vieja y conocida nominación: la diferencia político/política se llamará ¡oh, vaya sorpresa! “política”. Hacer política entonces, “ensuciarse las manos” como dice Marchart, será, después de tantos rodeos filosófico-conceptuales, lo mismo de siempre. Aunque no lo dice explícitamente lo deja entrever: juego sucio, astucia de la razón, alianzas y estrategias de poder. No hay lugar aquí para filosofismos o eticismos puros (¡Cómo si alguna vez hubiera existido tal cosa!). Es como si dijera: doy muestras de que “cognitivamente” manejo un par de conceptos altamente especulativos “pero aún así” ¡la política es la política, viejo! y hay que ensuciarse y transar y luchar por el poder y ganar lugares, y una vez ahí, sí, entonces...etcétera –el silogismo archiconocido.
En fin, pareciera que la imposibilidad de la política (o de lo político, o de la diferencia) nos empuja a refugiarnos precipitadamente en otros ámbitos que, divisados al pasar, parecieran menos inhóspitos: la literatura, por ejemplo (no estoy seguro de eso). Cómicamente, para Marchart, como Badiou o Nancy no dicen explícitamente cómo debería uno “ensuciarse las manos” en cada caso, pues entonces ellos son “filosofistas”. No podría poner las manos en el barro (de la Historia) por Nancy pero de Badiou estoy casi seguro que lo que elabora se sustrae en gran medida a la tan mentada etiqueta.
Algunas preguntas surgen ante estos malentendidos.
¿Cómo sostener un pensamiento que no se refugie, que no busque coartadas ni en la historia ni en la ética ni en la ciencia ni en la poesía ni en la política ni…? ¿Un pensamiento sin techo, a la intemperie? ¿Pero no estamos desde siempre, incluso antes de nacer, en la casa misma del ser que no es otra que la del lenguaje? ¿Se tratará más bien de ir de casa en casa, tipo nómades del pensamiento, sin el amparo necesario, familiar, estrecho que nos brindan las referencias? Claro, son simples “figuras”, y otra vez, en cada palabra, en cada giro retórico se corre el riesgo de reducir el pensamiento a lo Uno. ¿Debería introducir aquí de manera inoportuna un axioma que interrumpa, o quizá, una máxima política más original que “hay que ensuciarse las manos”? No es fácil, lo admito.


III.

Topos. Si empezara por plantear algunos ejes de discusión propondría incluso que empecemos antes por cuestionar el lugar mismo. Pues puede suceder que en cada decisión se juegue también mucho más de lo que efectivamente se dice; y no porque se oculte algo, como sospechan a menudo ciertos espíritus paranoides, sino porque en lo que se dice habitualmente se olvida el decir: el acto de enunciación. Me preocupa entonces la vigilancia constante (y el castigo correlativo) sobre los lugares de enunciación válidos y posibles que recae sobre aquellos que no tienen lugar para decir (cualquiera de nosotros llegado el caso); no así de quienes hablan desde lugares instituidos y juzgan, evalúan o promueven. Hay que tener cierta amplitud de miras para entender que lo instituido no requiere simplemente de cargos formales, hay muchas otras formas de ejercer el poder, hay transferencias y valoraciones de todo tipo. Me preocupa entonces el que nos convirtamos, sin saber, en instrumentadores de otros discursos que no hacen más que legitimar explicita o implícitamente las operaciones de deslegitimación de quienes aún no han tenido oportunidad de tomar la palabra en público (nosotros mismos llegado el caso). Planteo esto porque escucho por aquí y por allá, penosamente a veces, como cualquiera puede hacerse soporte de la violencia simbólica más despiadada, incluso hablando de producción de saberes críticos, incluso hablando sin saber, cuando se pasa por alto la importancia del mero acontecimiento de decir, puesta a disposición de cualquiera.
Quisiera que alguna vez lo ejes de nuestras discusiones teóricas críticas atraviesen -y se dejen atravesar por- los simples actos de enunciación, sin tantos miramientos sobre las formas y protocolos, las suspicacias y atribuciones. Quisiera que alguna vez podamos pensar en conjunto la naturaleza eminentemente política y democrática del lugar, del lugar para hablar y com-partir, para decir sin garantías (de saber o no-saber) junto a otros. Me gustaría que alguna vez los críticos sagaces que somos -o pretendemos ser- nos demos cuenta de lo in-contado; no de la intimidad de la conciencia, de lo que avergüenza o culpabiliza, sino de lo ex-timo: lo que se sustrae cada vez que se dice algo.
Abrir el lugar, abrir el lugar así al encuentro verdadero, que sí, tiene siempre algo de fallido, dislocado, porque (se) soporta en el lenguaje, pues no podría ser de otra forma.
Que el demos, el pueblo, pueda ser cualquiera de nosotros en tanto habla, cada vez que se pronuncia fuera-de-lugar en el lugar, es lo que considero hay que pensar, lo que hay que tener en cuenta aunque cada vez sorprenda. No por dedicarnos exclusivamente (según el contrato social) a producir conocimientos estamos exentos de ello; más bien todo lo contrario: de allí mismo, entiendo, se desprende cierta consecuencia, cierta coherencia, cierto ethos.
La política es el inconsciente: no hace falta ir al consultorio del psicoanalista para dar(se) cuenta del agujero traumático que lo real abre en lo simbólico como su reverso impensado. No tiene ningún sentido hablar de inconsciente individual o colectivo, lo traumático se expresa en todos los síntomas, inhibiciones y angustias que pululan y detienen el decir político en cualquier situación. En las prevenciones y defensas, los rodeos y atajos, las vacilaciones y certezas, a cada paso damos cuenta o retrocedemos ante el abismo abierto en el tejido social, ante la imposibilidad del lazo que no a-úne. Allí mismo apuntan todas las religiones, hasta las científicas, a generar el sentido que por fin suture los agujeros abiertos, que acolchone las rispideces de lo real, que acomode para su beneficio las jerarquías, los lugares para cada quien, etc. Indudablemente corremos un riesgo al decir así, al demandar que se valore lo más desestimado (porque no es eso seguro), que se dé lugar a lo que no tiene lugar, a lo imprevisto. Indudablemente se corre un riesgo mayor en todo eso, pero no creo que pase tanto por nuevos centramientos (pues eso se olvida recurrentemente, por estructura) sino, al contrario, por las famosas precauciones del caso, “no vaya a ser que...” pase algo. A eso me suelo referir cuando hablo de “intemperie” o “sin garantías” (ideas por las que me cuestionan algunos amigos) o “falta del Otro”, etc. No se trata de darse aires con un “dios sin dios” o cosas por el estilo, se trata de abrir el “lugar” efectivamente, el lugar a otros decires imprevistos, no amparados en nada ni siquiera ― ¡vaya horror!― en coincidencias estéticas (el “último dios”).

IV.

Voces. El valor de tomar la palabra, el valor de cederla. Hay algo netamente político en ese acto, en ese intercambio. Abrir el lugar a la palabra, a su circulación, puede ser más que una mera charla si se pone en juego una posición, una enunciación que desea decir aunque ignore las consecuencias de lo dicho. Pienso que es por ahí por donde podemos sustraernos a la redundancia de la cita, a la descripción de hechos autoevidentes o a la bajada de línea moral (i.e., los mandatos); en el simple hecho (acontecimiento) de escuchar a otros decir sobre y desde lo que les incomoda e interroga, y a su vez hacerlo uno mismo, corriendo el riesgo quizá de perderse alguno de los términos en el trayecto: “uno” o “mismo” ¿quién sabe? Ahora bien, ¿cómo hacer para que no haya una voz principal, sino múltiples voces resonando sobre cualquier tema (diferencias sexuales, artísticas o matemáticas)? Sería cómico que se los invitase a dejar las capillas de saber (mayormente universitarias) para que vayan a rezarle por ejemplo a San Lacan, pues el que quedase en la puerta (no tan convencido como para entrar pero tampoco tan indiferente) para apreciar tal espectáculo se reiría mucho (yo mismo lo haría con gusto). Sin embargo, los estudiantes del 68 se enojaron con Lacan cuando este les dijo que eso mismo buscaban: suplantar un Amo por otro. ¿Cómo evitar la simple sustitución de Amos, o bien de Saberes? De nuevo: ¿Cómo permitir que se escuche lo que no lleva la voz cantante? No es lo dicho-no-dicho del abismarse que calla (y otorga) bajo su silencio místico o mistificante, sino, concretamente y en acto, ¿cómo hacer sonar otra cosa que lo dicho hasta ahora? Por supuesto ninguna robinsonada es posible, siempre contamos con los artículos y artilugios de cultura heredados, pero hay que empezar por darles algún uso ¿no? Por hacerlos sonar.

V.

Transferencias. Hablábamos con un amigo acerca de la desconfianza que suele circular por ahí en torno a quién sabe y quién no sabe respecto lo que dice (saber); cuestiones de transferencia. Sucede que hay una dicotomía prevalente en los medios académicos y asociados, que se manifiesta recurrentemente en dos figuras arquetípicas: a) el de la/el especialista y b) la de el/la impostor/a. En el primer caso (a) tenemos el prototipo de un discurso que redunda hasta el agotamiento (del lector o escucha) en el recurso de citas y fuentes originales, sin decir nada de su parte –sin partirse, digamos. Es el hilo de un discurso que prosigue indefinidamente y se hunde en los detalles cada vez más microscópicamente sin efectuar ningún enlace novedoso que nos convoque a pensar, que nos interrogue, que nos divida. En el segundo caso (b) tenemos la figura contrapuesta: el desliz incesante por superficies discursivas sobre las que se efectúan analogías burdas o señalan obviedades que escasamente podrían derivar en producciones efectivas de pensamiento; sólo se sostiene de la ignorancia o timidez de los otros, generalmente discípulos o alumnos en transferencia idealizante respecto de la figura carismática y locuaz que cumple tal función.
Le decía entonces a mi amigo que lo que me preocupaba no era tanto cómo distinguir uno de otro, pues ambas figuras contrapuestas se sostienen entre sí, litigando mutuamente y convocando a sus filas a quienes temen caer sintomáticamente en lo que detestan: su reverso imaginario. Lo que me preocupaba más bien era la actitud de detenerse demasiado en estas consideraciones insensatas, como queriendo prevenirse de errores o transferencias inadecuadas, cuando en realidad caen ―no pueden caer sino― por su propio peso; o peor, no hay modo de prevenirse sino es pensando en acto qué nos convoca a pensar y qué no, exponiéndonos en vez de buscar garantías últimas en currículums, comentarios, simpatías, similitudes, familiaridades, etc. Sí, lo imaginario redunda, pero lo real no es impensable, en todo caso es indecidible o indiscernible objetivamente (a nivel de lo simbólico) y requiere asumir riesgos, tomar decisiones, hacer apuestas, en fin, pensar. Comento esto porque, creo, tiene que ver con los modos políticos de abordar la (no) relación con la academia, los autores, los textos, etc. Y también con cierta tensión irreductible a la hora de pensar en nombre propio, de exponerse y escribir sin garantías de Otros (saberes, tradiciones, grandes nombres) aunque siempre en litigio y discusión con esos significantes desgarrados que nos atraviesan e interpelan. En este sentido, me resulta llamativo el que frecuentemente se presente la opción disyuntiva: o bien escribes imitativamente como los autores que estudias y te conviertes así en un epígono dogmático de su obra (un fiel intérprete), o bien finges una distancia aséptica y neutral aplicándole, no sin cierta violencia, metodologías externas lo que te hace ver como un crítico riguroso aunque no aportes nada nuevo a su lectura (esto es más propio de lo que llamamos “academia”); habremos así absorbido y asimilado sin más cualquier singularidad que convocaba a pensar, a formular otras, en las grillas siempre bien dispuestas de los saberes enciclopédicos universitarios. Prevenciones y defensas que detienen el pensar en acto ¿Cómo despojarse de eso, me preguntaba gracias a este amigo?

VI.

Posición. Luego, hablando con otros amigos, tratando de dar mayores explicaciones sobre mi posición, de entender el malentendido de base, caí en la cuenta que había toda una serie de presupuestos político-filosóficos sobre los que me apoyaba al decir, al formular conceptos, que no eran para nada compartidos. Pues tales presupuestos habían caído en el olvido hacía tiempo, sepultados tras décadas de barbarie -y documentos de cultura- neoliberal. Esta dificultad del com-partir no era meramente sustancial sino más bien histórica. O al menos la vertiente histórica de ciertos trabajos próximos puede mostrar la contraparte relatora del trabajo conceptual lógico que sostengo por mi parte. Es lo que pone en evidencia, por ejemplo, el trabajo histórico conceptual de un amigo como Luis García.
En su último escrito sobre la recepción de Brecht en Latinoamérica, Luis García remarca una forma de pensar las relaciones entre arte y política (o “cultura y política” en general) de naturaleza inmanente, es decir, que sostiene dicha conjunción sin eliminar la especificidad propia de cada campo de pensamiento: “La defensa de la especificidad de la práctica literaria es un rasgo central de la estética brechtiana. Si el arte es una rama de la producción material de la sociedad, deja de ser autónomo a la vez que pasa a tener un sentido político, ahora inmanente.” La posición brechtiana asumida en nuestro ámbito por autores como Piglia por ejemplo, dice Luis, no llegaba en los 60 y 70 a ser hegemónica. Entre el individualismo burgués que promovía la separación de esferas y la superespecialización -cada cual por su lado digamos, ¿qué tiene que ver el arte con la política?-, y el modelo sartreano del compromiso externo, donde el arte debía tener contenido político pero, a su vez, este no podía ser pensado de manera inmanente al proceso de producción artístico mismo, de innovación formal, etc.; entre ambos: el modo brechtiano. Si este modo de pensamiento ya no era hegemónico en aquélla época de efervescencia política y cultural, donde se ensayaban y practicaban todo tipo de pensamientos materialistas, ¿qué decir ahora después de los modelos de barbarie que fueron impuestos durante las décadas neoliberales y de las paupérrimas formas culturales en que fuimos educados en nuestras universidades? Pensar que es posible articular distintos modos de producción (teóricos, políticos, artísticos, científicos) desde la inmanencia, desde las conexiones imprevisibles que pudieran surgir entre ellos y no desde aplicaciones externas meramente analógicas o basadas en contenidos sustancializados; pensar y tematizar los distintos antagonismos que atraviesan el tejido social en cada ámbito de producción y no fijados e identificados claramente desde una esfera trascendental (por ejemplo: el Partido o la filosofía política que dice por donde pasa la división). Es decir, donde las alianzas y estrategias no pasen por oportunismos políticos (o simpatías subjetivistas) sino por las producciones efectivas de pensamiento en el arte, en la política, en la ciencia, etc. En los modos siempre inéditos de romper con los ordenes jerárquicos establecidos y los lenguajes legitimados de cada ámbito de saber. En los modos imprevistos de articular sus producciones sin caer en la lógica de la aplicación, el modelo o la imitación. En ese sentido Brecht, por ejemplo, se apropiaba de los clásicos, se servía de ellos como cajas de herramientas, seleccionaba, trasformaba funcionalmente, etc., en fin, efectuaba distintas operaciones formales sobre los textos clásicos en su producción artística (y política en ese sentido), que apuntaban a dislocar las formas de dominación y apropiación legitimadas por la cultura hegemónica.
En mi decir daba por supuesto todo eso. Ahora lo enuncio explícitamente: En las modulaciones conceptuales que ensayo, que deseo pro-seguir, doy por supuesto que no es necesario caer en la simple oposición: o bien el “subjetivismo comprometido” externo o bien la separación “burguesa” de esferas de producción; creo que es posible sostener la especificidad y singularidad de cada campo de producción y a la vez habilitar modos de articulación imprevistos entre ellos, a partir de la proliferación de antagonismos en el seno de los lenguajes legitimados. Por eso no creo que sea deseable que ningún lenguaje o terminología domine (ni la académica ni la callejera, por caso); mientras más recursos simbólicos se puedan desplegar para pensar los antagonismos, lo real, el exceso, lo imposible, tanto mejor. En este sentido, la filosofía (o filosofía política), la teoría, la historia intelectual, etc. pueden ser también modos de producción (prácticas teóricas) que apunten a dislocar y desnaturalizar las re-producciones instituidas a la par de otros “modos” y no simplemente regulándolos, normativizándolos o interpretándolos. Hacer teoría, sólo en este sentido, puede ser tan “práctico” como cualquier otra práctica que no acepte sin más reproducir lo dado: las relaciones imperantes.

VII.

Economías. Si dijéramos “no es más que una tarea improductiva” no sería poca cosa. Pero incluso podría ser aún más, siendo a primera vista tan poco -según los parámetros normativos-, si en lugar del “im” que niega la producción lográramos escribir otra cosa. Escribir correlativo a pensar ―escribo―. Algo se disgrega en el acto de escritura/pensamiento sin finalidad ni lucro, cuando estamos así “hasta las manos” digamos. Algo se afloja, se distiende, en este tiempo imperioso donde todo puja por la re-producción incesante; sí, de relaciones, de fuerzas, de sintaxis y notas al pie o a la mano. Algo pasa o se dona en un decir sin garantías de nada (o con garantías de nada ―ya ven, en la nada el “sin” y el “con” se equivalen―). ¿Pero por qué seguir insistiendo con la poesía o con la artesanía manual si nos encontramos realmente en la intemperie? ¿Si estamos en verdad todos tan sucios, desde qué lugar de limpieza inmaculada se anunciaría tal condición, se propondría tal diferencia? Pues para definir un todo hay que indicar un límite y por supuesto un más allá de él. Si en verdad hay partes opacas y partes más claras en nuestros decires y haceres, si de verdad podemos despejar, abrir claros, espaciar con letras y actos in-significantes (otra vez el “in”), o trabajar con el barro en torno al vacío (de la Historia), pues, algo se hace y deshace en acto ¿no? Se deshace en alguna parte y se hace por otra (no es simple sustitución en el mismo lugar): “no hay progreso” decía Lacan; “hay cambios de terreno” decía Althusser. Pero antes que nada, localizar la “parte que no es una parte”, ¿será el vacío en torno al cual se teje la cosa? Quizás.
Creo que es posible abrir varias vías de indagación simultáneas en torno a lo político, que se crucen por azar, pero para ello habría que propiciar una suerte de “materialismo del encuentro” (Althusser), para que “prenda” el deseo de decir sin garantías, de pensar en acto, de escribir (más que notas al pie). Por otra parte -por múltiples partes-, uno que se cuenta-como-uno según lo aprendió, hace además otras cosas; sería bueno com-partirlas en el despliegue mismo de la palabra que intenta simbolizar y fracasa. Que no puede no hacerlo pues está en el lugar de la cosa (porosa). Políticas de la palabra que se parte, entonces, al intentar abrazar lo imposible. No planteo aquí otra cosa que dividirse al decir y soportar en esa misma medida, inaudita, una pérdida de sentido, una ab-sens (que en francés nos suena como ausencia y sin sentido). Pero no hay una sola forma de hacerlo, de perder, de perderse; es la política del gasto sin saber, que se diga secundariamente poética o política, ética o matemática tendrá que ver con la contingencia del pensar así, abierto, dis-puesto; en ese sentido preciso me opongo a las reducciones. No niego que haya producciones efectivas: matemáticas, políticas, científicas, artísticas, etc., participamos de ellas en la exacta medida del deseo de cada quien; sólo que ahora, en este mismo momento desfasado, en el com-partir, se pone en juego otra temporalidad, que tiene que ver con otros, en principio indeterminados, pero que convoca (aunque más no fuera al rechazo). En ese breve sentido digo: política.

VIII.

Sujet. El punto de inversión entre el “adentro” y el “afuera”, en el borde, es lo que llamo “sujeto”. Lo que resulta invertido en esta operación puede ser un lenguaje, una ideología o un saber. Lo que se pierde, un resto irrecuperable. El sujeto es axiomático pues ahí mismo, sobre el borde, no queda más espacio que decidir y las pasiones se arremolinan en acto ¿Decidir qué? Que se está al borde del vacío, que se ha (tras)tocado un límite irreductible y que no queda más que nombrarlo; lo cual, por cierto, requiere coraje, porque también se podría recular hacia los Nombres y Significados, hacer “como sí” no se hubiera (entre)visto nada, huir despavorido ante la falta del Otro. Un significante solo, separado del resto, no es más que un nombre cualquiera, un operador vacío: el nombre propio. Nada más y nada menos. Es lo justo y necesario luego de la contingencia del encuentro imprevisto con la cosa, inconsistencia (o vacío). Algunos podrán decir “simple vacío lógico” ¿Será posible que no los conmueva hasta la médula pronunciar un nombre propio? ¿Será una vez más el terrible efecto escolarizador el que oculte en el sobreentendido cualquier acontecer? ¿De cuánta ignorancia más podrá proveernos la escuela bajo el pre-texto de culturizarnos? Creo que la amistad puede sostenernos en comunidad sólo en la medida que hablemos en nombre propio de lo que acontece, lo cual divide y tensiona la "unidad" de lo "común" y pone a consideración un exceso irreductible a los medios simbólicos consensuados (y a los placeres privados). En este sentido, el exceso puede ser encarnado por ejemplo bajo la forma de la negación (otra forma de simbolización), siguiendo un clásico tópico freudiano.

En 1916, Freud se proponía “convencer a un público amplio de la existencia de otra escena inconsciente en tanto recurso del sujeto para decir ‘¡no!’ e identificar su deseo”. ¿Cómo decir que “no” puede resultar, paradójicamente, una afirmación del deseo de un sujeto? En su texto sobre la negación, Freud afirmaba: “Por medio del símbolo de la negación, el pensar se libera de las restricciones de la represión y se enriquece con contenidos indispensables para su operación” (1925, p.254) Operación de pensamiento deseante entonces, liberada de las constricciones de lo que existe según las normas trascendentales del lenguaje propio de cada situación (y aquí introdujimos algunos términos badiouanos). Quizás así se entienda mejor la modalidad enunciativa disonante que asume el decir de Lacan en proposiciones tales como “La relación sexual no existe” o “La mujer no existe”; o de Laclau “la sociedad no existe”. Si la pura multiplicidad del ser, en cada caso, está aplastada por la regulación estructural y por el lenguaje que intenta fijarla bajo aquéllos nombres específicos y sus plurales significados: “relación sexual”, “mujer”, “sociedad”, etc.; entonces negar esas existencias reguladas trascendentalmente (nos) abre la posibilidad de nombrar lo reprimido: la multiplicidad múltiple del ser. Pensar, inventar, nombrar se hacen aquí operaciones equivalentes cuya objetividad no depende del objeto imaginado (fantaseado) en cada caso, sino del objeto real indiscernible: el objeto perdido (pues nunca estuvo “presente”, por tanto: ilusión retroactiva). La pérdida o sustracción misma es condición de posibilidad de pensamiento. Diremos entonces que, por el contrario, es el deseo el que se pierde y anula (al sujeto) al encontrar por doquier objetos de consumo que hacen las veces de representantes del objeto perdido. Y la pérdida del deseo se observa, hoy día, en la ausencia de afirmaciones subjetivas comprometidas. Lo que abunda en este tiempo de economías simplificadas es más bien el Yo, es decir, el individuo consumidor de todo tipo de productos que le otorgan la ilusoria identidad de existir bajo la modalidad de marcas comerciales. No nos engañemos al respecto, consumir cultura puede ser tan alucinatoriamente satisfactorio como la in-corporación de cualquier otro objeto/gadget.
En el libro “Identidad, representaciones del horror y derechos humanos”, Ana Mohaded (ex –detenida en la dictadura militar argentina) relata el valor de decir “no” aún en condiciones inimaginables de denigración humana. A pesar de haber pasado ya por todo tipo de torturas y humillaciones, las “compañeras” presas se proponen resistir en un momento dado ― y lo logran ― a la inspección matutina de las guardiacárceles, que consistía en ponerlas de cara contra la pared y hacer que se bajen los calzones para ser revisadas. Ana le llama “el calzonazo” (en alusión al “cordobazo” ) a ese decir “no”. Es sorprendente cómo la dignidad puede sostenerse aún en las situaciones más inverosímiles. ¿Y nuestra posibilidad de decir “no”? ¿Tendrá que ver también con el dolor, con la dignidad, con la escritura, con qué?

Aquí finaliza este breve movimiento de escritura/pensamiento que ha pretendido entrar en diálogo, en cruces efectivos, con diferentes proposiciones y textos políticos, sin caer en las dicotomías sustancialistas que engendran las clases (y “nosotros”) claramente definidas; buscando más bien trazar algunas diagonales en los trayectos esbozados, tratando así de abrir el espacio a la inscripción de otras modalidades subjetivas, que no por ser otras resultan ser por ello menos “comprometidas”. En nombre propio.